Sobre ‘El odio’

En tránsito

29 de marzo 2025 - 03:06

Después de una semana y pico de polémica, la editorial Anagrama ha decidido suspender la distribución de El odio, el libro en el que Luisgé Martín daba voz a José Bretón para que contara su versión de por qué y cómo asesinó a sus dos hijos pequeños. Es una decisión muy razonable. Yo sólo he leído el fragmento de El odio que publicó El confidencial, y aunque me pareció interesante lo que decía el asesino para justificar su crimen –ahí quedaban a la vista los retorcidos mecanismos con que un cerebro humano absuelve a su dueño de dos asesinatos horrendos–, lo que más me llamó la atención era que el autor, Luisgé Martín, era un escritor de talento muy limitado. Nada que ver con un Truman Capote o un Emmanuel Carrère, los modelos narrativos que la editorial utilizó para justificar el lanzamiento del libro.

Y que era un escritor muy limitado se veía de inmediato en dos hechos. Uno, el menos evidente, era el uso estúpido de una serie de afirmaciones y hasta cuchufletas en las que el autor se permitía alardear de su ateísmo, cosa que aniquilaba por completo la asepsia ideológica que debe presidir un libro de estas características. Ese hecho demostraba que el autor estaba muy orgulloso de pertenecer a la élite progre que domina el cotarro cultural y que tan encantada está de haberse conocido. Pero el hecho más importante era otro y resultaba mucho más evidente: ¿cómo es posible que el autor no se diera cuenta de que tenía que haber pedido permiso a la madre de los niños? ¿Y cómo es posible que se olvidara de esa mujer que había vivido lo indecible –todavía lo está viviendo– y que tenía derecho a que se le consultara sobre ese libro que exponía de nuevo la muerte de sus hijos? ¿Cómo no supo verlo el autor? ¿Y cómo no lo vio la editorial? ¿Cómo fueron tan ilusos? ¿Cómo fueron tan obtusos?

El autor fue asesor de Pedro Sánchez y durante unos años le escribió los discursos. Si hubiera querido escribir algo de interés, podría habernos entregado una novela sobre la vida diaria de la Moncloa, donde todos sabemos que los hechos de cada día se tienen que parecer mucho a la Corte de los Milagros de Isabel II, con los equivalentes actuales de la Monja de las Llagas y de toda la cohorte de figurones y lameculos que pululaban por allí. Luisgé podría haber sido el Valle-Inclán del siglo XXI. Pero le cegó su soberbia progre. Con su pan se lo coma.

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