La paciencia de los libros

La ciudad y los días

12 de agosto 2024 - 03:04

Ningún objeto que sirva de soporte de la creación o el entretenimiento tiene las cualidades del libro. Una es el tacto. Las esculturas y los cuadros, lógicamente, no se tocan. Las películas, luz dirigida a una pantalla o que brota de ella, tampoco. Y la música, aún menos. El disco le dio una dimensión visual y táctil al encerrarla en un objeto con los hermosos diseños de las carpetas y las galletas centrales, incluso de los surcos que con la anchura de sus separaciones indicaban la duración de cada tema (hasta que el Sgt. Peppers se presentó como un disco sin ellas porque no había silencios entre las canciones). Hoy, pese al relativo revival del LP, las descargas han supuesto la total desmaterialización de la música.

La lectura, en cambio, sigue siendo táctil gracias al libro. Otra cualidad es su olor. Los cuadros, las esculturas, el cine o la música no huelen. Todo lo más pueden oler los espacios en los que se disfrutan. Y no siempre bien. “Aquí huele a humanidad” se decía al entrar en algunos cines. Recuerdo una visita veraniega al British Museum cuyas salas más abarrotadas exhibían, además de venerables antigüedades, toda la gama de aromas que las glándulas sudoríparas son capaces de exhalar.

Los libros ligan la experiencia de la lectura al tacto, al olor y al diseño de cada volumen. Experiencias distintas según la impresión, el gramaje del papel y la encuadernación. Y, como sus lectores, se someten al paso del tiempo. Repasar nuestra biblioteca es repasar nuestra vida, volumen a volumen, lomo a lomo. Cada libro de las amplias y modestas bibliotecas no bibliófilas, con mayoría de volúmenes corrientes, que nos hemos hecho a lo largo de los años tiene su tacto, su olor, su edad y sus memorias. Allí compiten mansa y calladamente entre ellos. ¿Leer el libro recién comprado con el papel nuevo fragante de tinta –aunque sin alcanzar el olor y el tacto de los periódicos recién llegados al quiosco con las olorosas páginas tersas como sábanas de una cama bien hecha (me temo que en vías de desmaterialización digital)– o el envejecido, con su amarillento olor a cuarto cerrado? ¿Ceder a la tentación de leer este libro impaciente que se cuela descaradamente entre las inestables torretas de los que esperan ser leídos, que llevan tanto tiempo aguardando que empezaron a amarillear, o pasar de unos y otros para releer lo tantas veces leído? No hay prisa. Los libros aguardan con paciencia infinita.

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