La Rayuela
Lola Quero
Nadal ya no es de este tiempo
Su propio afán
EL premio que toca cada Navidad es el Niño Jesús, así que salgo a la calle dispuesto a visitar los belenes con el mismo ánimo del que corre a celebrar el Gordo a la administración de lotería que le vendió el boleto. Lo sé, no es una comparación elegante, belenes y administraciones de lotería, pero, en un pueblo aún conmocionado por su buena suerte, ya me perdonarán mi monomanía. Al caer la tarde nos echamos, pues, a la calle, en familia.
Haciendo la cola de rigor en los belenes más populares, al rigor de la noche, me sorprende, como una estrella fugaz, una correspondencia cruzada. En Semana Santa son los pasos, los misterios de la Pasión, los que pasan, mientras que nosotros nos apostamos, quietos y silenciosos, a pie de acera, bajo un naranjo en flor. En Navidad, las figuras del belén están muy quietas, apenas se mueve el agua del río, el viento en un molino de juguete o la luz colorada de una hoguerita. Y somos nosotros los que pasamos por delante, en fila, señalando unas escenas u otras, empujados impertinentemente por los de atrás, empujando con levedad, con exquisito disimulo, a los de delante.
Este paralelismo (digamos) perpendicular entre ambas fiestas tiene una primera explicación climatológica. En primavera, bajo la luna llena, da gusto echar varias horas parado en una esquina, al fresco de la brisa, esperando que cruce la procesión. No importa que tarde, con tal de que ande. Ahora, bajo los alfilerazos de las estrellas, uno tiene ganas no sólo de andar deprisa, sino de dar también saltitos y pataditas al suelo.
Hay otra explicación más honda. Queremos que la Pasión pase. La razón la cantó nuestro Muñoz Seca: ''Virgen de la Macarena,/ ponte la cara bonita,/ que ya sabemos to er mundo,/ que el Domingo resucita''. Sin embargo, la Navidad permanece fija, fiel de la balanza del tiempo, año cero de la historia universal. Para pasar, nosotros. Lo sentimos físicamente cada Nochebuena, con su cóctel explosivo de nostalgias y esperanzas. Es el momento del año en que mejor percibimos la esquiva naturaleza del tiempo, muchísimo más que en Nochevieja, dónde va a parar. Lo captó Dickens con el torbellino sentimental de sus tres espíritus de la Navidad -pasado, presente y futuro.
El Niño es el único que no se inmuta, aunque sí disimula una sonrisa. Y nosotros, seguimos, en las colas lentas de los belenes, mirando, admirados, año tras año, pasando. Es lo nuestro.
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