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El derecho es un lenguaje técnico y el ordenamiento jurídico un sistema complejo, por eso, nuestra tutela judicial necesita intermediarios, es decir, asistencia letrada. No obstante, esta complejidad no significa que las normas estén escritas en un idioma extrañado para cuya comprensión los ciudadanos sean incapaces. La inteligibilidad del derecho, en cualquiera de sus expresiones, ha de ser además un ideal de la propia justicia, de cara a su legitimidad social. Esto que es válido en general lo es aún más cuando hablamos de una norma básica como es la Constitución. Los ciudadanos pueden leerla y conocer su sentido elemental sin necesidad de mediación, siendo conscientes de sus derechos y obligaciones, así como de las competencias y límites de los poderes. De este modo, si alguien lee el artículo 134.3 de la Constitución, según el cual el Gobierno deberá presentar ante el Congreso los Presupuestos generales del Estado, puede deducir de su tenor gramatical que existe un deber jurídico y sobre quién recae. También que, si el Gobierno afirma que no presentará su proyecto de Ley de Presupuestos, renunciando a una competencia obligada, lo que está anunciando es su voluntad de no cumplir con la Constitución. Este incumplimiento es grave. Con él se impide al Parlamento ejercer una de sus competencias medulares, como es la de debatir y aprobar el presupuesto. Se trata, en definitiva, de una adulteración de nuestra forma de gobierno. El Ejecutivo, a través de su portavoz, ha justificado este incumplimiento en que sería una “pérdida de tiempo” presentar el proyecto de ley, dado que el Gobierno carece de apoyos. En el Estado Constitucional, es cierto, es importante el tiempo. Por eso cuando la democracia se desincroniza –digamos, no se produce en su momento la renovación de órganos, como el CGPJ, o no se presentan los presupuestos en tiempo y forma– la legitimidad del sistema padece, banalizándose la importancia de la sujeción al derecho. Pero además del tiempo, en la vida constitucional es importante la publicidad. Así, lejos de ser estéril, en ese debate presupuestario del que se nos priva, los ciudadanos podríamos buscar respuesta a cuestiones tan básicas cómo: ¿Qué cuentas públicas presenta el Gobierno? ¿Por qué no tiene apoyos entre sus socios de investidura? ¿Qué argumentos en contra tiene la oposición? ¿Es viable la fórmula actual de gobernabilidad? En definitiva, renunciando aquí a su competencia, el Gobierno no solo incumple el 134.3 de la Constitución y priva al Parlamento de sus potestades, sino que convierte a los ciudadanos, ante algo tan central como las cuentas públicas, en outsiders de su comunidad política.
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