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Ala conocida frase de Churchill que diferencia a los políticos de los estadistas en razón de que unos actúan pensando en las siguientes elecciones y otros en las próximas generaciones, debemos añadir a los resistentes, que sólo piensan en seguir gobernando, sea como sea y el tiempo que sea posible. El señor Sánchez ha abdicado de su obligación de gobernar desde el inicio, al menos, de esta legislatura. Lo suyo es mantenerse en el trapecio buscando la ovación diaria de los suyos y cuidando de que no desaparezca la red que sujetan sus carísimos asistentes de todo pelaje ideológico y hasta moral, sea cual sea el precio que haya que abonarles. Cuestión que le resulta indiferente porque el coste, por prohibitivo que pudiera parecer, corre a cuenta de los contribuyentes.
Llevamos tiempo observando estupefactos y sufriendo anestesiados, que este Gobierno, y en particular su presidente, actúa por mera reacción a cada episodio, lance o incidente que aparezca en el horizonte al alba de un nuevo día. Sin análisis, sin planificación y sin más interés que el de seguir viviendo en la Moncloa. En esa tesitura vital es difícil manejarse con coherencia. Lo que hoy puede ser imprescindible, mañana será innecesario. Aquello que a las claras del día sea tenido por desechable se transforma, antes del atardecer, en la clave de bóveda de la legislatura.
La demagogia se basa en decir a un tercero, en este caso la ciudadanía, lo que desea escuchar en cada momento. La pericia del demagogo reside en controlar sus contradicciones eligiendo cuidadosamente el auditorio. No es ya que mientan, es que mienten sobre sus propias mentiras, erigiendo toda su acción en un mero artefacto engañoso adornado con la floreada verborrea del charlatán y las artificiosas mañas del chamarilero. Han conseguido, porque no sólo el presidente actúa de este modo, aun siendo el modelo a imitar por todos los suyos, convertir su pericia en el engaño en el programa de Gobierno. Y a este ritmo, casi en una adicción, si no lo es ya. Se engañan entre ellos –al asunto de la tributación del salario mínimo o al necesario rearme de Europa, me remito– y hasta a sí mismos, retorciendo el lenguaje con la zafia maestría del timador callejero y con el riesgo, para todos, de convertir nuestra democracia en un cervantino patio de Monipodio, mancillado aún más por el griterío de la barahúnda de los fieles, ayunos de raciocinio y ahítos de demagogia.
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