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Francisco Javier evangelizó en Japón en 1549. En 1614, el país se cerró al mundo y se inició una terrible persecución contra los cristianos que dejó miles de mártires y unas estremecedoras huellas literarias como algunos haikus delicados y rasgados y la novela Silencio. Hasta más de dos siglos después no se permitió la llegada de nuevos misioneros. A la primera iglesia, en Oura, junto a Nagasaki, se acercó un grupo de campesinos que lo miró todo, cuchicheó algo y se fue. Volvieron a los pocos días y preguntaron sigilosamente al sacerdote si lo había enviado el papa de Roma, si era célibe y si veneraba a la Virgen María. Cuando el intrigado sacerdote contestó: "sí, sí, sí", ellos saltaron de un júbilo comprimido durante doscientos años, y exclamaron: "¡Ésta también es nuestra fe!". Conmocionado, el padre Petijean escuchó cómo habían pasado el cristianismo de padres a hijos y esas tres preguntas clave para reconocer a los verdaderos misioneros que llegarían de Roma antes o después. Tal ejemplo de fe y resistencia conmocionó a la Cristiandad.
Visto ahora, también nos tiene que emocionar la resistencia y la fe de la Iglesia Católica, paralela a la de las comunidades de cristianos japoneses, y que permitió el reencuentro por encima del tiempo. Porque ¿qué habría pasado si hubiese habido en esos dos siglos algún cambio de doctrina o aggiornamento en temas tan peliagudos como aquellos tres? Imaginemos que hubiesen contestado a las tres preguntas con algo así como no sé qué del espíritu sinodal o de la Pachamama o de los viri probati, por ejemplo.
La fidelidad a la tradición no es sólo un compromiso con la verdad y una lealtad a los mayores y un regalo a nuestros hijos (presente, pasado y futuro), sino también un deber para con el resto de nuestros hermanos, muchos de los cuales, en Oriente Medio, en Pakistán, en China y un poquito también por aquí, están sufriendo ahora mismo por mantener esa fe, ésa, y no otra. Varios conversos al catolicismo, cuando han leído las conclusiones de lo de la Amazonía, se están preguntando si, para este viaje, estas alforjas.
Más eficaz que la separación de poderes que propuso el bueno de Montesquieu, es la limitación de poder que implica la Tradición. Ésta contesta las tres preguntas de aquellos heroicos japoneses, de nuestros hermanos sufrientes, de los muy queridos conversos y hasta de mi corazón. Y lo hace como siempre: "Sí, sí, sí".
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