La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
de poco un todo
PRIMERO porque para comprender bien el fracaso escolar necesitamos saber qué es el éxito, pero también por el éxito mismo. Por estricta justicia y pura reciprocidad, hay que interesarse por los que se interesan. Si mal está no enseñar a quien no quiere aprender, aún peor sería no dar lo mejor a quien lo merece. Con el fracaso, además, no se engaña a nadie, pero el éxito se certifica oficialmente con un título. Como casi todos se preocupan exclusivamente de los suspensos, permitan que yo lo haga también y un poco más, para compensar, por los aprobados, los notables y hasta los sobresalientes.
Se ha instaurado, poco a poco, una concepción del éxito demasiado etimológica. El éxito es la salida. Se lo convierte así en un tránsito, en un trámite, en un ir pasando exámenes como puertas de un castillo maldito del que se va escapando hasta que, tras el foso, se sale por fin al mercado de trabajo: ¡aleluya! La nueva reforma viene a insistir, nuevamente, en esta visión utilitarista. No hay que descartar que parte del fracaso responda a lo poco atractivo que ese éxito resulta.
Porque, junto a tanta urgencia ansiosa (y, por tanto, contraproducente) de sacar fuera alumnos como si nos quemaran en las manos, ¿qué contenido y qué identidad tiene la escuela pública, que es la que conozco mejor y la más numerosa? Un contenido negativo, en cierta medida. Parece que en el subconsciente colectivo la enseñanza pública se define como la que no es privada y, específicamente, la que no es religiosa. Lo que explica por qué su defensa acaba a menudo, a las claras o a la implícita, en un ataque a la privada. Esa querencia es irracional: ambas son complementarias: juntas garantizan la libertad de los padres y la pluralidad educativa.
Sin embargo, la querencia puede servirnos para determinar una carencia. Tal vez lo que falte en la enseñanza pública sea una trascendencia que ofrecer a los alumnos, un sentido, más allá del sentido único hacia el mercado de trabajo, tan de contenido mínimo. Que no sea necesariamente una educación religiosa (aunque las clases de religión, elegidas voluntariamente, deberían estar para algo) no significa que no pueda ofrecer nada sustancial, ni mucho menos. Una búsqueda constante y consciente de la verdad, de la belleza, de la bondad, o sea, de los llamados, justamente, trascendentales, ennoblecería la educación. También el cultivo prioritario de las virtudes. Y que nadie se rasgue las vestiduras antes de tiempo, que este modelo es de antes de Cristo. Claro que para entenderlo hay que saber algo de griego y de filosofía, asignaturas sistemáticamente ninguneadas por las reformas. Mientras no nos atrevamos a proponer un éxito educativo vigoroso, culto, esencial, magnánimo y valiente, seguiremos padeciendo el fracaso escolar y llamando "oh éxito" a lo que es, ay, ir aprobando, aun con gran mérito y excelentes calificaciones.
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