Enrique García-Máiquez

El presupuesto de los presupuestos

Su propio afán

29 de marzo 2025 - 03:06

Carlos Esteban ha explicado muy bien la amarga tesitura del ciudadano en una democracia moderna. El cuerpo le pide desatenderse de una política cada vez más sucia, compleja y tenebrosa, y dedicar todos sus esfuerzos a una vida profesional y privada cada vez más exigente y recortada de tiempo. Pero la democracia necesita –por su condición de gobierno del pueblo– una vigilancia constante y, encima, informada.

En pocos extremos la cuestión es más central que en los presupuestos. Dice el Gobierno que qué más da presentarlos o no, que sería una pérdida de tiempo. Basta un mínimo conocimiento de la historia para saber que las libertades ciudadanas no se ganaron por amor a la demagogia o a la anarquía, sino que avanzaron paralelamente al afán de la gente por librarse del yugo de los impuestos. La clave de la Carta Magna inglesa (1215), origen de la democracia moderna, es que no puede haber impuestos si antes no los aprueba un parlamento.

En 1982, Charles W. Adams publicó Fight, Flight, Fraud: The Story of Taxation, donde defiende que los impuestos son el motor primario de la historia. Es un enfoque original, pero muy fundamentado. La Revolución Americana comenzó como una rebelión fiscal. Y, si vamos hacia atrás, abundan los eventos históricos decisivos que tuvieron una raíz tributaria. La caída de Roma es paralela a la subida de impuestos. La primera expansión del Islam se beneficia de la victoria en la batalla de Yarmuk, pero no habría sido tan rápida si las ciudades de Siria no hubiesen estado aplastadas por el sistema tributario de una Bizancio ávida.

Podríamos seguir, pero al ciudadano actual le deben quedar claras tres cosas elementales. La primera es que el Estado de Derecho se desarrolla y crece a partir de un principio: no debe haber impuestos sin un presupuesto aprobado por un parlamento representativo (esto es, No taxation without representation). La segunda es que el expolio fiscal, aunque la cáscara política parezca libérrima y posmodernísima, nos retrotrae a la condición de siervos de la gleba. Y la tercera es que un gobernante que aspira a liberarse de la obligación de gastar nuestro dinero conforme a un presupuesto muestra unas peligrosas tendencias totalitarias.

Ya tenemos bastante ocupación con nuestros trabajos y demás, pero no nos queda más remedio que (pre)ocuparnos también de esto. Los presupuestos son –como su nombre indica– un presupuesto indispensable.

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