Quizás
Mikel Lejarza
Toulouse
de poco un todo
TODOS los 6 de diciembre se plantea la necesidad de reformar la Constitución y la inconveniencia de hacerlo. Reflexiones que se acompañan con referencias a la evidente falta de consenso en la España política actual. Hasta ahí, muy bien. Pero se añade que en el caso de la sucesión a la Corona y en la abolición de la prevalencia del varón sobre la mujer, la unanimidad sería completa.
Si lo fuese, sería un síntoma de la falta de rigor conceptual que caracteriza a nuestro tiempo. O casi peor: de la indiferencia de fondo por quién pueda o deba heredar la Corona y por los principios jurídicos más básicos. Anular la prevalencia del varón no significa más que fortalecer otra discriminación: la prevalencia por la edad. El artículo 14 de la Constitución Española prohíbe con la misma contundencia explícita la discriminación en razón de sexo que la discriminación por razón de edad, de modo que el igualitarismo no es una filosofía que, si queremos ser coherentes y sistemáticos, convenga blandir contra el sistema de sucesión a la Corona. Monarquía e igualitarismo son diametralmente opuestos.
Todo este embrollo conceptual no se puede explicar sin el pansexualismo que domina el segundo órgano -que diría Woody Allen- más importante de los seres humanos: sus cabezas. Para cualquiera que mantenga la cabeza fría y observe las cosas como son, la primogenitura resulta, como mínimo, una fuente de privilegios discriminatorios tan grave o más, en nuestros días, que el sexo. Mi hijo, que es el segundón, va siempre por detrás de su hermana, y aquellas cosas que ella hacía y nos parecían milagrosas, son recibidas cuando las hace él con una la leve sonrisa de un "Ya te tocaba, macho". Yo, que fui el primogénito, tengo pendiente escribir un homenaje a mis hermanos a la vista de lo que con la paternidad estoy viendo. Es revelador que todo esto pase desapercibido en nuestra opinión pública, concentrada en el sexo.
Pero además es una reforma con graves fallos desde un punto de vista de elemental técnica jurídica. Instaurarla supondría discriminar frontalmente a la hija mayor de Juan Carlos I, la infanta Elena. No se podría entender por qué con ella sí cabe la prevalencia del varón y no lo hará de Felipe en adelante.
Los cambios en la sucesión de la Corona no son triviales. De hecho, lo mejor, para conjurar los maremagnums jurídicos, dinásticos, históricos y morales y, a la vez, contentar a una opinión pública muy sensibilizada a la no discriminación de Leonor, pero no, curiosamente, a la de Elena, sería ir cambiando otras cosas más urgentes, más esenciales y más fáciles de la Constitución, como el Título VIII, el de las onerosas autonomías. Y que los príncipes de Asturias siguiesen teniendo niñas. Cuantas más, mejor, que otro problema gordo que tenemos en España es el de la pirámide poblacional invirtiéndose; y la Casa Real debe predicar con el ejemplo.
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