Con la venia
Fernando Santiago
Quitapelusas
En tránsito
Aprimera hora de la mañana he subido a la ermita que hay a pocos kilómetros del pueblo donde paso las vacaciones. En esa ermita, que se levanta en una colina escarpada frente al mar, quedan ahora solamente dos ermitaños (el más joven tiene ya setenta y muchos años; el mayor tiene casi noventa). Hay una capilla que parece griega y un cementerio diminuto donde está enterrado el fraile que fundó la ermita en el siglo XVII. La mayoría de celdas están vacías porque nadie quiere ser ermitaño y la ermita se ha ido quedando desierta. El huerto ya no se cultiva desde que murió el ermitaño que lo cuidaba, así que los melocotones y los limones se pudren en el suelo. La hierba amarillea por falta de riego. El tiempo de la ermita transcurre tan lento, tan inalterable, que sólo puede ser medido por un reloj de sol. Los ermitaños han hecho voto de silencio, así que no es posible hablar con ellos a menos que sea por señas. De todos modos, ¿de qué íbamos a hablar con los ermitaños? ¿Qué cosas podríamos preguntarles? Lo mejor es dejar que todo siga en silencio.
Esta mañana no había visitantes en la ermita, así que he podido contemplar el paisaje sin más compañía que los gorriones que revoloteaban bajo la encina del patio. A lo lejos, en alta mar, se veían las velas de los balandros que bordeaban la costa. Hoy, no sé por qué, había más veleros que yates (por aquí suelen navegar los yates monstruosos de los billonarios de Hollywood). Y de repente, me he acordado del poema que siempre asocio con estos momentos de calma inmutable que a veces nos regala la vida. Se llama Dádiva –o Regalo, en otras versiones– y fue escrito hace más de cincuenta años por el poeta polaco Czeslaw Milosz en su casa de exiliado en Berkeley, frente al Pacífico californiano (Milosz huyó en los años 50 de la Polonia comunista y seestableció primero en Francia y luego en California). Si existiera un Greatest Hits” de la poesía del siglo XX, la Dádiva de Milosz ocuparía uno de los lugares más destacados. Cito los últimos versos del poema de Milosz: “No había nada en la tierra que deseara tener./ No conocía a nadie quevaliera la pena envidiar./ No me avergonzaba pensar que erael que ahora soy./ En el cuerpo no sentía ningún dolor./ Al incorporarme, vi el mar azul y unas velas”.
Y así ha sido. No había nada en la tierra que deseara tener. Y al incorporarme, vi el mar azul. Y unas velas.
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