La Rayuela
Lola Quero
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de poco un todo
UNO de los temas de la semana han sido los vuelos en primera clase (business class, dice el eufemismo) de nuestros eurodiputados. Con honrosas excepciones, los de todos los partidos votaron a una en contra de viajar en turista. En Twitter, sobre todo, y en otros sitios de internet se levantó una ola de indignación popular que ha hecho que los partidos se preocupen mucho. La mayoría de los eurodiputados, sin embargo, están callados, y sólo algunos se han atrevido, como Alejo Vidal-Quadras, a defender el chollo como una necesidad. Ya.
Se ha escrito bastante y muy bien (José Aguilar aquí y ayer, sin ir más lejos) sobre la falta de sensibilidad que esto supone, y sobre el consiguiente rechazo a los políticos en una sociedad muy vapuleada por la crisis. Aprovechando que eso ya se ha dicho, quisiera darle a la cuestión dos o tres vueltas más.
En primer lugar, hete aquí la irrupción irresistible de las redes sociales en política. Han llegado para quedarse y más aún: para meter, como un caballo de Troya, al pueblo en el funcionamiento real de las democracias. A la larga, habrá que plantearse la necesidad de tanto representante político y tan pagado cuando el ciudadano puede participar directamente y gratis gracias a internet. Veremos una revolución que ríete tú de la francesa. Y a la corta, se acabó la semioscuridad semicircular de las cámaras legislativas, a la que, en el caso de Bruselas, se sumaba la sordina de la distancia, que se traducía en irresponsabilidad, indolencia e impunidad.
Muy interiorizada ya tenemos en Occidente la concepción de que los cargos públicos deberían asumirse con una vocación de entrega. Rastreando esa idea llegamos al cristianismo, donde se dejó claro para siempre que los primeros serían los últimos y los más grandes los servidores del resto. Hasta que en el mundo apareció Cristo, el poder llevaba aparejados de forma natural todos los privilegios, y esa querencia la sigue portando en su ADN. Hay, pues, una lucha sorda entre un poder que sirve y un poder que se sirve.
Finalmente, el liberalismo nos ha creado un segundo instinto, llamado sentido común, que nos dice que el empleado no ha de ganar más que el empleador. Siendo los contribuyentes, cada vez más agobiados por la crisis, los que pagamos a los políticos sus sueldos (impresionantes) y sus dietas (hipercalóricas), se produce un escándalo en la contabilidad, que irá a más.
Son reflexiones a vuela pluma (en clase turista), pero que nos ayudarán quizá a comprender por qué los profesionales de la política no terminan de confiar en internet. Y por qué hay un sentimiento bastante transversal de rechazo más o menos explícito (muy acusado en la práctica) al cristianismo, que se vio cuando esa negativa irracional a incluirlo entre las raíces de Europa. Y por qué el liberalismo no acaba de gustar a los mandamases. Defienden sus privilegios como gatos panza arriba.
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