La esquina
José Aguilar
Montero, a una misión imposible
De poco un todo
ENTRE los innumerables placeres de la paternidad, el súmmum -al menos para un escritor- es el espectáculo del descubrimiento del lenguaje, que es el del mundo. Mi hijo todavía anda por las medias palabras, tan jugando al escondite con los significados que cuando lo entiendes te entran ganas de gritarle: "¡Te pillé! Ahora te la quedas tú". Aunque el pobre se la queda siempre: pues hace ímprobos esfuerzos para coger lo que decimos. Mi hija, un año mayor, ha entrado como una princesa en la remilgada etapa de la ultracorrección, con "eses" asombrosas y "ados" meticulosos y multiplicados.
Me regocija oírla utilizar todos los verbos irregulares de forma regular: "Yo no lo sabo" o "Lo he ponido bien" o "Me he hacido pupa". Me resisto a corregirla. Primero, porque, como explica Steven Pinker, es una pasmosa prueba del instinto del lenguaje, de hasta qué punto los niños de dos a tres años han interiorizado unas complejas estructuras lógicas. Y segundo, porque ya tiene la vida demasiadas irregularidades que tendrán que ir aprendiendo a chocazos como para que venga yo a chafarle la pompa de jabón de la belleza geométrica de un mundo sintácticamente ordenado y coherente.
Tengo grandes simpatías al movimiento del Homeschooling, aunque a mí, que soy profesor, me dejaría en el paro. El aristocrático gesto anarquizante de sacudirse las imposiciones del Estado me conquista. Sin embargo, yo creo que el colegio viene bien, más que nada, para jugar y, sobre todo, para aprender los verbos irregulares. Eso nos deja la oportunidad de soñar con que la familia sea un lugar mágico donde todos los verbos se regulan como pide la lógica, el sentido común, la rectitud y los gustos clásicos; y no sólo los verbos. Dan ganas de empezar a aprender de mi hija a hablar, e instaurar en casa un léxico familiar de uso privativo donde las irregularidades brillen por su ausencia.
Sería hacernos falsas ilusiones. Los verbos irregulares hay que aprenderlos, en sentido literal y, sobre todo, ay, en sentido metafórico: imagen perfecta de un mundo de acciones descompuestas. Pero que se los enseñe otro. Yo, cada vez que escucho a mi hija su "Yo no lo sabo", me deleito imaginando todos los retorcimientos, corrupciones, dobleces, que ella, efectivamente, no sabe. Y me descubro recitándome: "Que dure, que dure". Todavía habría resultado más puro Sócrates si hubiese afirmado: "Sólo sabo que no sabo nada".
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