Cambio de sentido
Carmen Camacho
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Su propio afán
LE ha faltado sentido de la oportunidad y de la proporción al alcalde de Cádiz al plantear sus dudas sobre la legitimidad de Juan Carlos I; pero a los temas hay que cogerlos por los cuernos, según los plantean, sin poner puertas de oportunidad al campo de la reflexión. Me parece fatal, en cambio, que la llamada a la discusión la haga tras varias actuaciones estentóreas de su partido en el mismo Cádiz, en Barcelona o en Zaragoza, que asumen que la legitimidad de Juan Carlos I ya fue discutida…, y denegada. Uno no puede justificar un desprecio a nadie con el argumento de que habría que discutir si se lo merece… Vale, habría que discutirlo, pero antes del desprecio, ¿o no?
En cuestión de legitimidades, el anterior Jefe de Estado tenía de todas, como en botica. La dinástica, por muy enrevesada que sea la intrahistoria de los Borbones; la democrática, tras la aprobación mayoritaria de la Constitución del 78; la de ejercicio, que -aunque yo hubiese deseado que no firmase ciertas leyes- se le reconoce nacional e internacionalmente. La única legitimidad delicada es la de origen, por su relación con el franquismo. Ahí, apartando las otras de un manotazo, apunta González Santos.
Es difícil, en efecto, demonizar el régimen, dictar una damnatio memoriae contra el dictador, borrar los nombres de las calles hasta de quienes le brindaron un toro (Manolete) y, sin embargo, hacer la vista gorda sobre la legitimidad de quien Franco dejó nombrado sucesor a título de rey.
Cabe mirar hacia otro lado y, en el caso de Juan Carlos I, tenemos sus otras tres legitimidades, tan imponentes; pero creo que España tiene que elegir de una vez entre una segunda transición, demoliendo todo lo conseguido en la primera -que fue mucho-, o una segunda tradición, que implique repensar con menos dogmatismo maniqueo el período de Franco. Ha pasado tiempo suficiente. Quizá haya que agradecerle a Kichi y a los suyos que nos aboquen a ello. Lo que nos obligará a ser críticos de verdad con el franquismo, asumiendo sus sombras, claro, y sus luces, también. La derecha española ganaría naturalidad y holgura. Nuestra democracia dejaría de andar cuestionándose a cada paso. Y lo más importante: conectaríamos con la tradición milenaria de nuestra vieja nación. El empeño de borrar ese tiempo rompe la cadena de la historia y condena a España a un adanismo de raíces superficiales, que no sostiene un árbol tan alto.
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