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Cada vez es más extraño, dentro de una opinión pública muy parcelada, donde hay pocos hechos o vivencias comunes, que una obra de arte provoque lo que podríamos llamar un acontecimiento cultural. Es decir, que se transforme en un hecho con suficiente importancia como para canalizar el debate público y significar, en una determinada esfera, un suceso memorable. Tardes de soledad, la película del bañolino Albert Serra, protagonizada por el maestro Roca Rey, ha procurado algo así. Desde su estreno en San Sebastián, esta obra ha concitado una reflexión que va mucho más allá de la propia crítica y que esto sea así se explica, creo, porque nos encontramos ante una creación que nos sitúa de una forma descarnada e inusual, ante interrogantes tan atávicos cómo cuál es el valor de la vida, qué es el hombre, qué es el arte y cuál es la libertad del artista. Y todo ello, claro, sin esconder el hecho cierto de la muerte. Tardes de soledad te obliga de alguna forma a pensar en conmoción.
En su espacio en El País, el crítico taurino Antonio Lorca negaba a esta obra –una travesura, según él– la condición de ser una película de toros. Yo creo, más bien, que lo que no es Tardes de soledad, es una película taurina. Sobre el cine taurino, que cuenta con verdaderas obras maestras –más de las que Serra reconoce–, publicaba hace unos años una magna historia cultural Silvia Caramelo, en la que revelaba de forma brillante cuáles habían sido los arquetipos narrativos del género, desde el costumbrismo nacionalista o la epopeya romántica, a la lucha de clases. En todo caso, si la aproximación al mundo taurino, a su atmósfera y estética, ha dado lugar a obras extraordinarias, indispensables algunas de ellas para conocer nuestra historia cultural, ninguna de éstas había superado lo que parecía un límite constitutivo para el cine respecto a la tauromaquia: el hecho de que la corrida de toros es un trance artístico que no admite la representación. Así, si el cine taurino es un rico subgénero, de lo que éste carecía era de una obra capaz de desencriptar cinematográficamente el oscuro temblor de las corridas de toros. Y esto es lo que ha hecho Serra. Rodar, en puridad, la primera película de toros, y me atrevería a decir que también la última, pues para hollar ese inasible ha pisado un terreno formal que no tolera la repetición. Dicho con las palabras del gran Manuel Lombardo, crítico de este Diario, “el cine español ha encontrado al único y gran cineasta capaz de hacer justicia a la verdad en juego en el rito taurino”. Nada más y nada menos. De ahí el acontecimiento para el cine y, claro, para la tauromaquia.
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