Los sinvergüenzas

Su propio afán

20 de octubre 2024 - 03:07

El honor tiene muy mala fama. En estos tiempos de exaltación de la autenticidad se le acusa de ser un añadido externo o una sobreveste teatral. En efecto, el honor te lo reconocen los demás, sean éstos la sociedad en su conjunto o algún grupo con autoridad moral. Hay un honor personal interno, por supuesto, pero también está sometido a un juicio heterónomo: el de la conciencia, que no depende ni de nuestros caprichos ni de nuestra subjetividad. Es la voz de Otro.

El honor, pues, es una investidura: nos la conceden los que nos consideran. Sin embargo, eso no tiene nada de malo, por más que pese a los talibanes del individualismo. ¿O acaso no nos hacen los demás en lo más íntimo? Ser uno mismo es un trabajo en equipo y viceversa. Ya notó González Cachinero que “somos se lee igual hacia ti que hacia mí”. En la familia se ve: yo soy más que nada padre que es algo que –mi mujer mediante– me hacen mi hija y mi hijo y hasta los tres niños que no llegaron a nacer. Esto, para los creyentes, tiene un sólido respaldo teológico, en cuanto hemos sido creados a imagen y semejanza de un Dios Trinitario, constituido íntimamente por las relaciones entre las Tres Personas de su mismo Ser. Tejas abajo, la comunidad es una red de relaciones mutuas que transfiguran a meros individuos íngrimos en unas personas hechas y derechas.

El honor es la carga positiva de estas relaciones sociales, la consideración que te constituye. No es cosa de broma ni de cartón piedra. Es una de las energías que sostiene la naturaleza (relacional) humana. Otra es la amistad. Y la mejor, el amor.

La introducción ha sido larga, pero la conclusión será brevísima. La absoluta renuncia al buen nombre de quienes dirigen nuestro Estado no es una anécdota. Verdad que se trata de una pérdida generalizada, pero es feísimo señalar a unos y a otros y no lo haré. Me ceñiré a los que se señalan solos. Que el presidente mienta sin pestañear sobre las maletas de Delcy cuando sabe que todos lo sabemos; que el fiscal general diga en la televisión que no está ni investigado ni imputado cuando todos lo sabemos; que Ábalos ni pestañee con lo suyo que todos sabemos… Observen cómo ni se avergüenzan, sinvergüenzas etimológicos. Y esto subvierte los cimientos inmemoriales sobre los que los gobernantes han construido su prestigio y su autoridad. La cosa viene de lejos, sí, pero ya estamos tocando fondo. Y ésta es nuestra última esperanza.

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