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Monticello
En 1980, Pedro Almodóvar estrenaba, Pepi, Luci y Boom y otras chicas del montón, un esperpento punk que celebraba, entre violencia, humor y obscenidad, la irreverencia sexual del sadomasoquismo, declarando las intenciones de una generación que se proclamaba libérrima sin interrupción. En España se habían afirmado unos nuevos principios de legitimidad. Algunos de ellos, como la democracia, fueron escritos en la nueva Constitución. Otros, sin embargo, se decantaron como parte del momentum social y político. Así, de la mano de un hedonismo insubordinado, la insolencia o el descaro moldearon nuestra idea fundacional de la libertad en democracia. Una idea antipaternalista y antipuritana, propia de una postdictadura y no de una postguerra, que ajustaba eficazmente cuentas, al margen de la política, con el régimen anterior.
Nuestra Transición fue fuerte en hechos más que en ideas y Almodóvar ejerció como el apóstol virtuoso de este tiempo jovial y amnésico. Su cine, escenario de monjas cocainómanas, misioneras embarazadas por travestis y chaperos religiosos, entroncaba además con nuestra tradición anticlerical y grotesca. Así, desde esta obsesión, tan propiamente católica, a su manera, Almodóvar ofició de artista nacional. Pensada sin pensamiento, es decir, desde las puras imágenes, su obra fue capaz de traducir la oscuridad del gran barroco español y de nuestro esperpento, a la luminosidad universal y moderna del holograma. Almodóvar se entendió en todo el mundo.
El otro día, en Venecia, recién laureado, afirmaba muy sobrio el maestro que pensaba ahora su cine desde el compromiso ideológico. Aquel ministro de la irreverencia es hoy, orgullosamente, sumo sacerdote de una moralidad. Lo paradójico, en todo caso, es que, en su nuevo afán clerical, Almodóvar se enfrenta a una corriente que encuentra su legitimación en la insolencia, el descaro y la irracionalidad que él y su generación en su día pregonaron, abriendo un surco nihilista en la cultura política española. La primera pareja de irreverencias de Almodóvar, Fabio McNamara, aparecía hace unos años en el Valle de los Caídos, cubierto por la rojigualda con el águila de San Juan, para pedir perdón e invocar la vuelta del Caudillo. Sobre esta imagen, nuestro Pedro podría filmar un dolor y gloria de la Transición, explicando por qué tanto el nuevo clericalismo como el histrionismo ultra que busca legitimación para su mezquindad en lo políticamente incorrecto no son tanto refutación como secuelas de aquel momento incrédulo que se llamó La Movida.
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