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NOTAS AL MARGEN
David Fernández
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El desarrollo meteórico de la inteligencia artificial plantea enormes desafíos en todos los ámbitos. Sin duda, cambiará nuestro mundo y nuestras vidas. De las múltiples instituciones que se verán profundamente alteradas, me interesa hoy la universidad, teórico vértice de la pirámide educativa. Hay quien destaca que la IA le aportará grandes ventajas: la personalización de los contenidos, la mejora sustancial de las herramientas de enseñanza, el aumento de la practicidad de lo aprendido, la automatización y objetivación del seguimiento y valoración de los discentes, entre otras. Pero junto a éstas, que no desdeño, preocupa el deterioro de la interacción humana en las aulas.
Dos artículos, nada optimistas, destacan las consecuencias de ese riesgo. En el primero, la académica Hollis Robbins advierte de que, a partir de ahora, las universidades tendrán que justificar su existencia conforme a una dura regla: el profesor que no pueda añadir nada a lo que la inteligencia artificial ya sabe enseñar se considerará prescindible. Pero, con los años, ¿en qué no llegará a ser superior la IA a un profesor? Ese horizonte augura malos tiempos para la idea tradicional de una universidad que acaso acabe convertida en una estructura de máxima excelencia para una reducidísima élite.
El segundo, escrito por Peter Thiel, cofundador de PayPal, intenta evaluar los daños a corto plazo. Para él, la IA, en la medida en que no duda ni comete errores, tendrá más impacto en las carreras científicas que en las humanidades. Así, entiende fácilmente sustituible toda enseñanza profesoral en disciplinas que exigen cálculo y exactitud. En cambio, resalta, la imaginación humana sigue, al menos aún, siendo irremplazable. Por ello, en el presente, las máquinas son extremadamente más hábiles en actividades técnicas que en el universo creativo.
Vale, puede ser, pero no nos ilusionemos. Como advierte Daniel Capó, la originalidad no nace con el hombre: necesita ser cultivada. ¿Se está haciendo? No. En una universidad masificada y repetitiva, cada vez importa menos el pensamiento crítico y la formación de espíritus que sean capaces de elaborar ideas y obras que lleven el sello singular de lo humano. Si en las ciencias la IA no tiene rival, en las humanidades, por extinción, terminará no encontrándolo. Resta, señala Capó, una última zozobra: muerta la universidad, ¿quién nos enseñará lo que los artilugios todavía no puedan enseñarnos?
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