
Monticello
Víctor J. Vázquez
Yo. Nosotros
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Según el testimonio del escritor George Plimpton, el poema más corto escrito en lengua inglesa tiene como autor a Muhammad Ali. Lo pronunció en 1975, durante una ceremonia de graduación en la universidad de Harvard, cuando, tras terminar su discurso, un alumno le solicitó que recitara una de sus improvisadas composiciones poéticas. Tras pensar apenas unos instantes, Ali, en un tono entre jovial y solemne, recitó un poema compuesto únicamente por dos palabras: Me. We. Yo, nosotros, este exiguo verso cifra poéticamente la tensión inherente a toda comunidad política liberal, que se construye desde el reconocimiento jurídico de la individualidad pero que aspira a mantenerse integrada como tal comunidad, es decir, a edificar un espacio compartido. La política, decía Aristóteles, es poner en común palabras y actos. La estabilidad y salud de esa comunidad no se cifra única y exclusivamente en la garantía de las libertades, sino que, como nos explican los clásicos, toda comunidad política presupone cierta idea compartida de la virtud entre los ciudadanos. Un nexo, digámoslo con el poeta Ali, entre el yo y el nosotros.
Fueron los historiadores políticos de la llamada escuela Cambridge, con John Pocock a la cabeza, los que, ya a mediados del siglo XX, advirtieron de la miopía histórica que suponía entender nuestro orden constitucional como un puro fruto del liberalismo, desconociendo el profundo valor que tenía la idea republicana del buen gobierno como fundamento de dicho orden. Esa miopía es la que persiste hoy cuando queremos hacer un diagnóstico del agotamiento de nuestros sistemas de gobierno como una pura crisis del liberalismo. Así, llamamos iliberal a cualquier elemento disruptivo de nuestra política, desestimando con ello la incidencia que haya podido tener un entendimiento degenerado del liberalismo, a derecha e izquierda, en la decadencia de nuestras democracias. Nuestra propia incapacidad para poner en común hechos, palabras y actos, más allá del egoísmo materialista y del narcisismo de las identidades.
La degeneración del liberalismo ha servido como coartada moral para un desprecio a la desigualdad material. También para una apología de la diferencia que ha querido amortizar electoralmente la garantía jurídica de la diversidad, convirtiéndola no en un logro de toda la comunidad política sino en una victoria continua de una parte de la comunidad sobre otra. Ante la posibilidad real de devenir en súbditos de la irracionalidad y de la lógica del amigo enemigo, la reflexión tal vez no sea cómo hemos perdido la protección del yo, sino en qué momento despreciamos las obligaciones del nosotros.
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