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El poder de la cancelación
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Un clásico del antiesclavismo, dirá el lector. No tanto. Pero sí un clásico de la nación unida, en la seguridad de que sólo con esa unidad podía existir, como existió y existe, un país fuerte, para bien y para mal, que en dos siglos y pico no ha sufrido un solo golpe de Estado, aunque haya tenido a varios militares como presidentes. La mojigatería políticamente correcta recuerda a Lincoln sólo como quien abolió la esclavitud en Estado Unidos. Es cierto, pero fue de paso, y de forma trapacera. Hay una carta -visitable en Google- dirigida al editor Horace Greeley, del 22 de agosto de 1862, donde el ya presidente asegura que si tiene que liberar a la mitad de los esclavos, o a ninguno, o a todos para salvar la Unión, lo hará. Abundan argumentos al respecto en el presidente -republicano, por cierto-, en el congreso y en los estados mayores militares de los unionistas. Aparte de eso, Lincoln censuró a la prensa y suspendió el Habeas Corpus durante un buen periodo de la guerra.
La meta estratégica del conflicto, pues, fue esa jacobina unidad indivisible que los franceses ya habían practicado con sangriento éxito contra las rebeliones de la Vendée, a finales del XVIII. Cierto que la constitución americana es del 1787, y que la primera constitución republicana francesa, de 1793 (la carta que declaraba a Francia monarquía constitucional se había promulgado en 1791, pero por lo que se vio ya era un poco tarde). Es el caso que la idea de unidad e indivisibilidad de la república como fuente de fuerza y prosperidad arraiga paralelamente en el pensamiento político francés y norteamericano hasta hoy.
Vean si no: en enero de 1863, en plena guerra de secesión -The Civil War, como la llaman allí-, los nordistas, la Unión, esto es, Lincoln, decreta la libertad de todos los esclavos. Tierna muestra de humanitarismo, se dirá... Pero, ojo, el estratégico decreto sólo rige para las provincias sureñas rebeldes, es decir, no se refiere a todo el país, y encima pretende ser firme sobre una zona sobre la que el norte no tiene por entonces jurisdicción. Buena jugarreta, de todos modos, puesto que una población de color de dos a tres millones de personas se sintió justificada para amotinarse, escaparse o simplemente aumentar sus esperanzas de liberación, una vez que fuesen domeñados los trece estados sediciosos. En efecto. En los estados norteños donde aún había esclavitud, esta siguió en vigor, por más que fuera una práctica ya en decadencia. No se olvide que los ingleses la habían declarado ilegal en 1833, y en Norteamérica se hallaba en el retroceso inevitable que habría causado en poco tiempo su abolición, aunque sin los 600.000 muertos de la guerra y la larga ruina de los estados derrotados. Eso, seguro.
No es hasta el 6 de diciembre de 1865, meses después de terminada la guerra, ya muerto Lincoln y con Andrew Johnson en la presidencia, cuando se añade la decimotercera enmienda a la constitución norteamericana en la que se declara abolida la esclavitud en todos los Estados Unidos. Por supuesto que con el empuje que tal medida había recibido durante el conflicto. Esa fecha y no la de 1863 es la de la desaparición legal de los esclavos en el país.
Que el presidente de la nación entonces más libre de la tierra fuese, en aquella tesitura, implacable con la unidad nacional, debería hacer pensar a los tiernos cerebros que siguen viendo a Lincoln como un padrecito progre de negritos sufridos bajo el látigo del perverso algodonero sudista. Ello incluye al batallón Lincoln de las Brigadas Internacionales, que paradójicamente vinieron a luchar en favor de un gobierno autonomista contra otro centralizador. De forma que la unión nacional era lo que primó sin duda en la guerra americana, como lo muestran innumerables documentos y hechos de armas donde los negros tienen siempre un papel secundario en los ejércitos norteños, los únicos donde se les permitió enrolarse, con no poca reticencia de casi toda la oficialidad unionista, y sin apenas dejar que alguno llegase siquiera a suboficial. El admirado Lincoln, al que ningún progre, secesionista hispano o simple anarcopodemita osará tachar de fascista, imperialista o patriarcocapitalista, es en realidad el apóstol de la unidad nacional frente a las tendencias disolventes de la nación. No dudó, no ya en usar su 155 de turno, ni en declarar el estado de guerra, sino una guerra del todo, cuyas causas ha edulcorado el buenismo y el tiempo en forma de obsesión humanitaria que desde luego tuvo, pero cuyo verdadero fin queda enmascarado a causa de eso tan peligroso como las medias verdades, frecuentemente más letales que las mentiras. En consecuencia, propongamos para Lincoln un monumento en todos los municipios españoles, comenzando por aquellos donde, en los tiempos que corren, abundan quienes que no quieren ser considerados como tales. Gran tipo, aquel presidente.
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