La tribuna
Javier González-Cotta
El Grinch y el Niño Dios
En esta misma semana, del 18 al 23, la ciudad de Marsella se ha convertido en el epicentro de un evento de gran importancia que ha contado con la presencia del Papa: el Encuentro del Mediterráneo. Ha reunido a sesenta obispos de la región mediterránea —entre los cuales me encuentro, destacado por la Conferencia Episcopal Española— con otros tantos jóvenes de lugares mediterráneos, de sus cinco orillas (África del Norte, los Balcanes, Europa latina, Mar Negro y Medio Oriente); también políticos, rectores de santuarios, teólogos y representantes culturales, han trabajando paralelamente con el objetivo promover el diálogo interreligioso, la paz y la unidad entre las naciones.
El evento ha contado con una amplia variedad de actividades, desde mesas de debate y conferencias hasta exhibiciones culturales y conciertos. Pero lo más importante han sido las personas y la oportunidad de intercambiar ideas y experiencias. Finalmente se han presentado propuestas concretas al Papa, que ha pedido esta ayuda para avanzar en el camino de la solidaridad y la paz.
Resulta evidente que el diálogo y la cooperación pueden superar muchos de los obstáculos y crear lazos entre diferentes culturas y religiones. Una vez más, el lacerante drama de la emigración ha dejado ver su crudeza y complejidad, y la tragedia que arrastra, apelando a nuestras conciencias. Ante un Mediterráneo, cuna de civilizaciones y culturas, convertido hoy en un “cementerio donde se ha sepultado la dignidad humana”, el Papa marcó su hoja de ruta y dirigió una sentida oración por los fallecidos en el mar, víctimas de la emigración desesperada.
A su llamada a la tolerancia y a la solidaridad, destacando la importancia de construir una sociedad basada en el respeto mutuo y la comprensión, unió una fuerte denuncia: “Socorrer es un deber de humanidad”. “No podemos resignarnos a ver seres humanos tratados como mercancía de cambio, aprisionados y torturados de manera atroz; no podemos seguir presenciando los dramas de los naufragios, provocados por contrabandos repugnantes y por el fanatismo de la indiferencia”. “Estén cerca de todos, especialmente de los más frágiles y menos afortunados, y que no les falte nunca a los que sufren vuestra cercanía atenta y discreta. Así crecerán en ellos, pero también en ustedes, la fe que anima el presente, la esperanza que abre al futuro y la caridad que dura para siempre”.
No podemos desechar la llamada de Francisco al testimonio y la acción. El Encuentro del Mediterráneo en Marsella, promovido con decisión por su arzobispo, el cardenal Aveline, y secundado por las fuerzas vivas de la Iglesia, ha prestado un discreto –aunque potente– servicio a la comunión, donde las Iglesias están invitadas a desempeñar un papel esencial, al servicio del bien común. Además de valorar la importancia de proteger el medio ambiente, se ha puesto de manifiesto el papel crucial de la juventud en la construcción de un futuro mejor. A través de talleres y debates han mostrado con fuerza su creatividad y capacidad para la esperanza, y para promover la paz, la justicia y la solidaridad.
Ciertamente se ha cumplido con creces el objetivo propuesto, pero, sobre todo, ha quedado abierta una vía de encuentro, empatía y confianza que puede durar y producir grandes frutos. No es fácil comprender juntos los grandes desafíos que hay que afrontar ni emplear los recursos disponibles para trazar nuevos caminos de paz y de reconciliación. No obstante, en medio de tantas dificultades, podemos entrever un futuro prometedor en la región mediterránea, un espacio de mayor colaboración y relación, una esperanza de paz más que de enfrentamientos, dramas y guerras. Con el lema Mosaicos de esperanza, Marsella ha elaborado un laboratorio de fraternidad capaz de abrir nuevos caminos de entendimiento.
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