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Se supone que el neoliberalismo consiste en un intento de retornar a pautas institucionales e ideológicas propias del siglo XIX; de ahí su carácter disfuncional y sus dificultades para ajustarse a las complejas sociedades del presente. Pero lo que no podíamos imaginar es que pudiera ser también una consecuencia no prevista de la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el caso de los ERE.
Una de las principales características históricas del liberalismo decimonónico era la concepción idealista de la ley. Las leyes se percibían como un instrumento sagrado encargado de regular los derechos y libertades de la sociedad; lo que significaba que, por definición, tales leyes tenían que ser intrínsecamente buenas. Los parlamentos no podían equivocarse nunca, en la medida en que eran los órganos de representación de la sociedad; y la labor esencial de todo el personal público debería consistir en aplicar las leyes. Era la visión ideal del Estado de Derecho propia del primer liberalismo.
Y fue está concepción idílica la que tuvo que ser dolorosamente rectificada en los procesos de Núremberg. El apogeo del positivismo había dado lugar a una visión, defendida por prestigiosos juristas alemanes (miembros de la famosa escuela alemana del derecho público) según la cual quien se limite a aplicar las leyes estará exento de cualquier tipo de responsabilidad penal. Este fue el argumento maestro utilizado para su defensa por toda la siniestra colección de nazis que se vieron las caras ante los jueces aliados de Núremberg.
Como señaló posteriormente el profesor Otto Bachoff, este acontecimiento trascendental del siglo XX, el juicio de Núremberg, marca una bisagra histórica esencial: la visión ideal de la ley, que durante más de un siglo se había concebido como un valor positivo, se transforma radicalmente. O sea, se abre la posibilidad real de que las normas sean sustancialmente malas: y en tal caso, la obligación del personal público y de la propia ciudadanía será no cumplirlas. Núremberg nos enfrentó por primera vez al siniestro escenario de una realidad donde las leyes habían perdido su armoniosa percepción primitiva: los gobernantes no siempre eran hombres de bien y la mayoría parlamentaria podía llegar a atentar contra los derechos y libertades. Superado el escenario color rosa del primer liberalismo, se comprobaba que la realidad de las cosas podía ser mucho más oscura.
Por eso el famoso juicio de Núremberg fue el acontecimiento que situó a la humanidad civilizada ante el siglo XX; un momento en el que ya no cabía seguir manteniendo las visiones del liberalismo primitivo. Fue como el cimiento que nos permitió dotar de una cierta seguridad jurídica a las sociedades civilizadas del siglo XX, una vez comprobado que las leyes podían llegar a ser normas perversas, contrarias a los derechos fundamentales y atentatorias contra la propia dignidad humana. La realidad del siglo XX nos ofrecía unos perfiles más oscuros y siniestros, bien lejos de los idílicos escenarios primitivos.
Ahora, con el triste asunto de los ERE, nuevamente encontramos a unos procesados que se refugian en las faldas de la ley: porque la ley, por ser ley, no puede suponer tipo delictivo alguno. Los representantes del pueblo no se equivocan…
Sería estupendo que tal acontecimiento anunciara el advenimiento de una nueva era caracterizada por la presencia de leyes justas y bondadosas, que fuesen expresión del orden racional y libre de una sociedad pacífica y armoniosa, como sucedía en el primitivo liberalismo decimonónico. Pero por desgracia la realidad contextual del orden histórico del presente no nos permite afirmar algo semejante. La calidad de las leyes continúa en una progresiva regresión, anunciada a lo largo del siglo XX. Ya tenemos hasta leyes-mamarracho, como la del llamado sí es sí; o incluso auténticas leyes-fake como la de amnistía, que se pretende justificar sobre un idílico horizonte de reconciliación cuando en realidad se limita simplemente a tratar de apuntalar a un gobierno con mayoría precaria.
Las derivas y alucinaciones del legislador (sea el Parlamento sea el Gobierno mediante decretos-leyes) nos llevan de asombro en asombro. Y ahora hasta acaso pretendan hacernos ver las supuestas virtudes de unas leyes de presupuestos que escondían en su seno unos artefactos financieros perfectamente tóxicos. ¿Responsabilidad del gobierno que elaboró el proyecto o responsabilidad del Parlamento que lo aprobó? Si adoptamos una actitud “liberal”, o sea, anterior a Núremberg, la respuesta parece clara: es la que parece adoptar el Tribunal Constitucional. Así que los procesados en el banquillo pueden volverse libremente a sus casas porque las leyes, por ser leyes, son como los santos de la Iglesia, perfectamente intocables.
Decirle adiós a Núremberg es como asumir la quiebra de una de las columnas fundamentales que han sostenido el orden jurídico del siglo XX.
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