José Antonio González Alcantud

El ciudadano Kane y el indio Ishi cara a cara

La tribuna

10815351 2025-02-08
El ciudadano Kane y el indio Ishi cara a cara

08 de febrero 2025 - 03:05

Bueno será recordar, que uno de los personajes más nefastos de la cultura americana, William R. Hearts, fue el dueño de aquel imperio de periódicos sensacionalistas, con el San Francisco Examiner a la cabeza, que envenenó con mentiras descaradas –hoy les llamamos fake news–, una tras otra, Estados Unidos. En San Francisco, el edificio Hearts exhibe en una vitrina una antigua oficina de su emporio, que al paseante se le antoja siniestra. Más siniestro aún es el castillo de San Simeon, al final de la ruta de Big Sur, en la costa californiana, en contraste con la hermosa población cercana de leones y elefantes marinos. Después de haber robado antigüedades españolas e italianas a diestro y siniestro, su Spanish Room de San Simeón expone sin pudor un par de botes de kétchup en medio de la mesa de refrigerios, quizás como el supremo desafío de quien pone las botas llenas de barro encima de un mueble de valor. El tema no es de ayer, los especialistas sostienen que aún en los muelles de Nueva York existe un hangar lleno de esas antigüedades expoliadas; creo que no es leyenda.

La madre de Hearst, la señora Phoebe, financió y sostuvo diversas obras filantrópicas, entre ellas el museo de antropología de Berkeley. Gran paradoja dentro de una misma familia. Si bien, el hijo, intentando imitar la filantropía materna, quiso premiar a la universidad haciendo un teatro griego y promoviendo un gran museo para la exposición de San Francisco de 1915, que nunca se llegó a terminar.

Pues bien, en este contexto ocurrió un caso que merece ser relatado. En torno a 1911 apareció en el horizonte de San Francisco el último sujeto de una tribu que se creía desaparecida, los yahi. Se llamaba Ishi. Fue adoptado por el departamento de Antropología, creado por el doctor Arthur L.Kroeber, un hombre proclive a los estudios culturales y no a los estudios raciológicos, que era muy respetado en los medios científicos. Ishi, que hablaba una lengua extinguida, suscitó la atención de los antropólogos y lingüistas preocupados por las culturas indígenas. Sin lugar a dudas su tribu había sido exterminada. Se puso en marcha un programa de grabaciones magnetofónicas en el que Ishi se explayaba sobre diversos aspectos de su cultura. Las he oído, suenan extrañamente melancólicas. El tipo se hizo muy popular en San Francisco y se integró en la familia de Kroeber. Fue incluso con el antropólogo a las montañas a relatarle cómo había vivido. Sólo sabía cien palabras de inglés y quisieron casarlo infructuosamente con una mujer americana. Cuando murió de una enfermedad pulmonar contraída en sus visitas a los hospitales, se planteó aquella cosa ingenua y cruel de los genetistas de conservar su cerebro. Kroeber en un principio se negó, pero luego en el último momento cedió. Hace pocos años, un investigador, buceando en esta historia, acabó encontrando el cerebro de Ishi en la Smithsonian de Washington. Esto provocó una polémica muy ácida sobre la legitimidad de en nombre de qué ciencia podría hacerse este atropello, cuando el mismo Ishi habría manifestado su deseo de ser enterrado íntegro. Quizás en un exceso de celo, para paliar esta polémica, han quitado el nombre de Kroeber de un hall en la Universidad de Berkeley, mientras le han puesto el nombre de Ishi a un patio cercano.

¿Por qué cuento todo esto? En primer lugar, porque el plutócrata Hearts, llevado al cine por Orson Welles como el “ciudadano Kane”, era un tipo tan oscuro que sólo admite la comparación actual. En segundo lugar, porque el genocidio norteamericano escandaliza aún. Ishi era el producto final de la caza del indio. Algunos museos californianos, para redimir esta cacería ya histórica, exponen aquellos vales, especie de acciones, que se les entregaban a los cazadores de indígenas, por los cuales recibían cinco dólares por cabeza de indio muerto. Al contemplar estos cupones el visitante siente las arcadas vomitivas del espanto.

Las reservas indias son lugares que despiden tristeza. En las de los navajo, hopi o zuñís los antiguos tipis, la tienda típica, ha sido sustituida por destartaladas autocaravanas o casas extremadamente pobres. Tras el genocidio del Far West, tan importante y brutal como la esclavitud de los negros, el observador sensible queda noqueado, sabedor de la humillación que sufrieron aquellos seres. Incluso cuando se les quiere dignificar, exponiendo cómo los navajos participaron en la II Guerra Mundial, al lado de los yankis, como expertos en una comunicación que no podían entender los japoneses, se observa que sus rostros son inescrutables. Siempre hay alguien al lado en las fotos, un mando blanco, cuya fraternidad nos parece falsa. Estados Unidos, al querer ahora establecer una política interna de Far West, de conquista, vuelve a proponer los cinco dólares por cabeza de indio muerto.

Mirando Taxi Driver de Martin Scorsese, con aquel taxista inquietante que deseaba limpiar de basura humana Nueva York, nos hacemos cargo del problema de fondo. Cuando el taxista lleva a un candidato electoral en su taxi y este le pregunta qué piensa de su programa social, le contesta que no lo ha leído pero que él sólo quiere limpiar el Bronx de gentuza. Desalentador, amigo Ishi.

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