César Romero

Contradicciones

La tribuna

10732513 2025-02-03
Contradicciones

03 de febrero 2025 - 03:05

Una periodista de inconfundible voz enronquecida murió hace poco de una “larga enfermedad”. El cuerpo de la noticia decía que un cáncer “fulminante”, diagnosticado semanas antes, había acabado con su vida. Y uno se pregunta cómo algo fulminante puede ser largo (y sí, hay momentos fulminantes que pueden durar toda una larga vida, su recuerdo o rescoldo más bien, aunque la noticia no iba por estos divagantes derroteros).

Hablando de enfermedades, largas y no tanto, entre el columnismo español hay piezas que se repiten año tras año, más allá del artículo antitaurino de Vicent, el agradecido a los veraneantes en el Puerto (de Santa María, claro) de ese Chesterton de la Bahía que es Máiquez, cuando el final del verano llegó, o el de Moliní al inaugurarse la feria del libro antiguo de Sevilla. Una de ellas es la del columnista enfermo y hospitalizado que, una vez dado de alta, se deshace en loas a los sanitarios que lo atendieron, algunas veces dando nombres o detalles que sonrojan al lector pudoroso. Estos sanitarios por supuesto siempre pertenecen a la sanidad pública. Y se referirá a ellos, mayormente ellas, como médicos, enfermeras, etc., nunca funcionarios. Los funcionarios, sabido es, son esa panda de chupatintas que no dan un palo al agua, tipos que se entretienen con el móvil, pues pasó la época del periódico de papel, a la espera del sufrido ciudadano en la ventanilla de turno y que jamás mueven un dedo por nadie, cuando no están media mañana perdidos en sus labores particulares o mirando internet. Quienes arremeten contra los chupatintas de nuestras varias administraciones suelen poner cuidado en salvar a los funcionarios de la sanidad, como si entre ellos no hubiera quienes se pasan alguna que otra hora en labores propias, su consulta privada, por ejemplo, y no falten los que tienen los dedos agarrotados de moverlos más bien poco para cumplir sus deberes. También uno podría agradecer la abnegada entrega de tantas sanitarias (hace apenas un año y en paciente pariente, sin ir más lejos) o curarse en salud y soltar la alabanza generalizada del gremio, ya casi lugar común, para el día en que, toco madera, toque cura y, si es que alguien del mismo las está leyendo, no recuerde estas palabras ni afee que no me sume a esta ola casi surfera. Bien mirada, esta loa al sanitario, soslayando su lado funcionarial, parece más un menosprecio del funcionario en general que una alabanza particular. En todos los cuerpos públicos hay probos y formidables profesionales, como, también en el sanitario, hay quienes se limitan a cubrir el expediente, nunca mejor dicho, y absentistas y vividores que chupan la sangre de lo público llamada erario, sólo que algunos, oh casualidad, nunca parecen tener la mala suerte de topárselos en el ámbito sanitario, siempre en incompetentes oficinas.

Y hablando de mala suerte, para muchos sólo existe la mala suerte, no la buena. El empresario que situó su empresa entre las punteras de su sector, el escritor que aunó premios, honores y ventas suficientes para vivir de su pluma, la actriz que rueda sin parar del uno al otro confín, etc., tras reconocer con la boca chica que bueno, que sí, que algo de fortuna ha tenido, hablará a calzón quitado de los muchos años que lleva en el oficio, de las horas y más horas que le ha dedicado, dando a entender que en buena parte, si no del todo, ese triunfo, ese éxito se debe a su trabajo, a su denodado esfuerzo, que en resumidas cuentas la buena suerte en verdad no existe: ellos han llegado ahí porque lo valen y han trabajado duro para conseguirlo. Pero, ay, como la empresa se vaya al garete, o los libros dejen de venderse y los lectores se olviden del escritor y ahora encumbren a otros, o el teléfono deje de sonar y la actriz que estaba en todas las películas desaparezca de repente, qué pronto aparecerá la mala suerte. Qué mala suerte he tenido, dirá, porque el éxito sí era hijo de su talento y su laboriosidad, pero el fracaso, el fracaso es huérfano. No tiene padre ni madre, como el huerfanito que cantaba Machín. O sí: la mala suerte. Y quien estuvo en la cumbre no pensará qué hizo mal, cuándo se equivocó o tomó el camino errado, todo lo fiará a la mala suerte. No reconocerá, ni siquiera con la boca pequeña, que la vida no siempre premia a quien tiene talento y trabaja con denuedo, que a veces falta ese empujón llamado buena suerte, sin el que nadie, absolutamente nadie llega jamás a saborear el éxito, el triunfo. Que el viento no sólo existe cuando sopla en contra, también cuando da de cara y se llama fortuna, o buena suerte.

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