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Guardo muy remotamente en algún desván de la memoria la única vez que escuché a José Cubiles en el patio de la Facultad de Medicina de Cádiz, allá por el verano del 62. Yo era un niño que acompañaba a mi abuela a los conciertos en proceso de sordera aguda, y de la que no recibí más que comentarios adyacentes a la música que allí se interpretó, pero aún resuena aquel piano en mi recuerdo como la primera imagen sonora de una vocación. Años más tarde tuve la suerte de recibir clases en el conservatorio gaditano de José Ríos, discípulo de Cubiles y magnífico profesor, que sabía transmitir a sus alumnos la expresión de su maestro. No sé por qué motivo, algunas de sus clases fueron sustituidas por Jacinto Matute, heredero directo de la técnica de Cubiles, más que de su especial sensibilidad. A través de esas dos figuras comencé a construir un mito en mi imaginario particular que, al llegar a Madrid, creí intuir su eco cada vez que pasaba por la puerta de la casa en la Plaza de Oriente, donde vivió y murió.
Pronto descubrí las primitivas grabaciones de Cubiles, en el archivo de Radio Nacional de España, y al escuchar el Tango de Albéniz, tuve la sensación de estar ante un artista que, de alguna manera, miraba al mar cuando tocaba, y no a una mar cualquiera, sino a la mar de Cádiz, rumbo a Cuba, dejándose llevar por el vaivén de las olas a ritmo de habanera. Al margen de cualquier tentación localista, Cubiles tenía un gracejo natural que lo manifestaba en el piano, trasladando para ello la luz y el aire de su infancia a las más variadas partituras. El mismo acento natural que ponía en la interpretación de sus compositores coetáneos (Albéniz, Granados, Falla o Turina) era capaz de imprimírselo a piezas españolas del XVIII y XIX, como la Sonata en Sol Menor, del Padre Soler o la Sonata en Re mayor, de Mateo Albéniz. Su barroco era andaluz en el mejor sentido del término, y esa idea de la ornamentación como parte de la esencia, supo subrayarla en cada obra. Con Joaquín Turina, quien fuera uno de sus íntimos amigos, le ocurrió lo mismo: profundizó en la raíz de cada párrafo sonoro, conteniendo su encaje melódico y haciendo gala de una precisa austeridad (Zambra). Fruto de esta mirada interior, no al margen de lo que pasa en la calle, que es otra de las características de Cubiles, —en el sentido de que fue un hombre dedicado a los demás durante su etapa como catedrático de Virtuosismo y director del Conservatorio de Madrid— es su personalísima versión de Quejas o La maja y el ruiseñor, de Granados. Cuenta Cubiles en una entrevista que, en otoño de 1915, visitó al músico catalán en un hotel madrileño, poco antes de emprender su viaje a Nueva York para el estreno de la ópera Goyescas. Al final de la conversación, el propio compositor interpretó esa pieza para él. El recuerdo de lo que sería el primer y último encuentro con Granados, se transformó en un vivísimo homenaje, que sirvió como paradigma a todos los pianistas venideros. Como indica uno de los títulos de esta cuarta Goyesca, nuestro pianista se centra en el quejido más que en la estampa neorromántica que lo produce.
De todas las grabaciones que escuché y utilicé para los distintos programas que he llevado a cabo en RNE, creo que es en Evocación — la primera pieza de Iberia— donde Cubiles ofrece al público todo cuanto llevaba dentro. Este mosaico de Albéniz es dificilísimo de encajar: unos resaltan la sutil melodía interior, otros destacan su audaz tejido armónico, pero Cubiles lo muestra con todo el empaste de color, timbre y, a su vez, autonomía de cada una de las voces como arte y parte de la totalidad. Lo tocó muchas veces y, según los testigos que tuvieron el privilegio de seguirle, cada vez sonaba con matices distintos. Nunca se atrevió, por las causas que fueran, a grabar la Iberia completa, pero en el álbum doble que en 2012 editó la colección RTVE Música, a partir de registros antiguos, se recopilan varias piezas de Albéniz, y en una de ellas, Triana, que a Cubiles no le gustó mucho cómo quedó, se oye una exclamación lejana del pianista, que el productor y los técnicos decidieron dejarla tal cual en el disco: “¡Coño!”. Genio y figura.
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