Hilda Martín

Le llamas MENA cuando en realidad quieres llamarlo negro

El término es tan negativo que ha deshumanizado por completo a estos niños. Y desde la ultraderecha piden plomo sobre sus rotas barcazas

Me pregunto cómo puede alguien no aceptar a estos niños y comulgar los domingos

La ética del racista es un rotundo agujero por el que se escurren los derechos humanos

13 de agosto 2024 - 07:00

CADA uno de nosotros tenemos madres que extrañarán nuestras risas. Solo somos negros y negras que, desde el sur del sur, imploramos un lugar sobre la tierra”. Libro de las Mareas. Marea 19. Hilda Martín.

El color de la piel es la mayor causa de injusticia social, y así seguirá siendo, mientras sigamos educando en la profunda ceguera al mirar sus cuerpos. Si además del color se acompaña de una situación de pobreza absoluta, hemos hecho pleno.

Anthony Peterson, profesor adjunto de la Universidad Nazarena de Trevecca, decía: “No existe la cultura en el atributo físico del color. No hay habilidades musculares o mentales relacionadas con el nivel de melanina. No hay características personales, ni virtudes, vicios o valores consecuentes del color de la piel”. Cómo explicar a un racista que los negros no es que no tengan aptitudes para nadar, sino que durante años no fueron admitidos en las piscinas públicas. Cómo explicarles que ser un niño o una niña negra no significa que tenga genes de homicida y que, por sus venas, no corren junto a la sangre, las ganas de matarnos.

El problema surge al enseñar que la raza existe pero que no importa, cuando en realidad y siguiendo el estudio de Peterson, es que la raza no existe, pero sí que importa, e importa mucho. Importa tanto que provoca cada día la lucha a muerte de unos pocos, aferrándose a la vida, mientras otros, deciden qué hacer con ellos. La raza no existe, ni biológica ni científicamente. Si tuviéramos que hablar de alguna raza sería la humana. 

La dureza que nos rodea muestra que el origen de todas las cuestiones sobre la raza tiene un componente histórico, consistente en leyes y normas para someter cultural y políticamente a las minorías étnicas. El racismo es una forma de violencia y el racista es un violento, aunque quiera poner un pero a continuación de sus palabras de rechazo.

Creo que esto va de reconocer a los otros. Solo el reconocimiento de los otros, con sus múltiples aristas, hace posible la convivencia. Así, los discursos que buscan denigrar y hundir tanto el origen como el modo de vida del que posee una tonalidad diferente, empobrece la posibilidad de la interacción entre los hombres y mujeres, y demuestra que el racista es una persona cuyo contenido moral y ético representa un profundo agujero por el que se escurren los derechos humanos.

Ser racista no es una idea respetable, no hay ideas que podamos respetar creyendo que son la opinión de alguien. Cuando las ideas van en contra de los derechos más elementales, no son dignas de ningún respeto. Así que no hay término medio: o se es racista o no se es, con todas y cada una de las consecuencias que conlleva serlo. No se puede ser imparcial, porque serlo, equivale a alimentar la idea de que hay dos bandos, el de los buenos blancos, transparentes de almas e incapaces del mal, y el de los negros, en todos sus tonos, que tienen almas oscuras y sucias, capaces de delinquir y asesinar.

El término MENA, menores extranjeros no acompañados, tiene una connotación tan negativa, que ha deshumanizado por completo a los niños a los que aglutina. Niños y niñas que han sido sometidos duramente a la guerra, al exilio, al hambre, a la esclavitud de las mafias, a la violencia, y que recorren las mismas rutas de escape de los adultos. Que han nacido de madres y de padres, es decir, que no han surgido de un huevo o por generación espontánea, que pertenecen a familias, que tienen abuelos y abuelas, hermanos y hermanas, familias deshechas y rotas, que prefieren verles partir a verlos morir en su propia tierra, olvidando, que, en esa búsqueda frenética por sobrevivir, no los volverán a ver nunca. Cómo puede alguien que tiene los hijos o hijas fuera, que temblamos cuando no nos responden, que pedimos que sean cuidados por los que tienen cerca, permanecer impasibles antes estos niños y niñas abandonados a su suerte y que tenemos aquí, en nuestras puertas.

Un papel cosido al forro del bolsillo de un pantalón vaquero, con un nombre y un teléfono, es el único nexo de unión entre una madre que queda y un hijo que huye, a sabiendas, que cuando alguien que no sea él llame, será porque ha sido recogido inerte de la orilla de alguna playa.

Pero ser MENA no tiene nada que ver con el color, es ser un menor extranjero no acompañado. Muchos niños procedentes de otras guerras como la de Ucrania han llegado a nuestro país por otras vías menos abruptas, han recibido más consuelo y más apoyo, no sin merecerlo, que ninguno de estos niños y niñas negros. Niños de los que solo apreciamos en lo enjuto de su piel una tremenda y muerta sonrisa blanca, y los ojos más perdidos y nocivos para quienes los contemplamos desde nuestras cómodas sillas. No son niños refugiados, aunque huyan de las mismas guerras, son negros y negras que asaltan nuestras costas asediando nuestras vidas.

Aquellos que buscan miles de justificaciones para no aceptarlos, les llaman MENA, pero en realidad quieren decir negros. Quieren decir negros y moros que vienen a robarnos y a violarnos. Negros para los que algunos de la ultraderecha piden plomo sobre sus rotas y podridas barcazas. Y a los que una derecha incapaz de enfrentar una opinión única y duradera, a veces, se sienten dignos de abrazar todo lo que suene a no ser racista, y otras veces acompañan al fanatismo y fundamentalismo de esa ultraderecha. Solo son números que repartir, objetos del deseo frustrado de una nación, a la que llaman patria, y no quieren compartir con nadie.

Me pregunto, cómo puede alguien no aceptar a estos niños y niñas y comulgar los domingos. Un cinismo aplastador para quienes defienden un cristianismo que basa todo su contenido ideológico en el amor al prójimo. Creo entender entre líneas, prójimo sí, pero no próximo.

Resuenan en mis oídos las voces de los güeros mexicanos, forzándome a cubrir a mis hijos para que no se oscurecieran. Resuena hoy en las calles el término sudaca para ridiculizar al nacido al sur de Río Grande, como si esa América entera e indómita fuera una sucia cloaca. Nunca pensé que los tuviera que defender del racismo, aquí mismo, en un país que se yergue en las listas del primer mundo civilizado.

Cada uno de nosotros podemos elegir lo que pensamos y el modo en que vivimos. Y cada uno de esos actos que realizamos en la cotidianidad de nuestra vida, en el paso de los días y en el vivir de los años, deja una huella indeleble en el mundo que dejamos. Tratar a los niños y niñas negros que llegan a nuestras costas con el consentido y meditado cálculo matemático de políticos que creen que cuentan ovejas y corderos antes de entrar al matadero. Hablar de la elección del número que salvamos, discutir a dónde los mandamos. Debatir sin importar ni sus rostros, ni sus manos y decidir que los dejamos, nos aleja de poder sentirnos seres humanos.

Me salva de esta locura que agita las noches de verano el que sean incapaces de entender las palabras que dicen justo a su lado. Me consuela que no puedan entender las duras frases de odio que les obligan a deambular como animales encerrados. Si las entendieran, si fueran capaces de comprender los sonidos hirientes que arroja nuestro idioma, estoy convencida que nos perdonarían, aun sin ser uno de estos puros y castos cristianos.

No hay nada más roto que un niño que no tiene nada. Un solo hueco en nuestra tierra es una nación para los que vienen de un mundo destrozado.

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