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Decía Jorge Freire el otro día, entrevistado en esta casa, que “la civilización es el trecho que media entre un deseo y su satisfacción”. Llevo rumiando la frase muchos días, por mi condición de padre y por la de docente. Al final, tras discusiones interminables sobre reformas educativas, lecto-escritura, deberes sí o deberes no, etc., lo que emerge siempre, como la piedra de toque de todos los problemas, es el de la responsabilidad. Cada vez –lo ves en el aula a diario– los alumnos se hacen menos responsables de sus acciones; incluso cuando les ves hacer alguna trastada, con estos ojos que se han de comer los gusanos, te dicen “¡yo no he sido!”, o “es que…” (insértese aquí la excusa que sea, normalmente que la culpa es de otro). El poeta José Julio Cabanillas, cuando era profesor de secundaria, llegó a proponerse como única meta, con su tutoría, que los muchachos asumieran el lema “a lo hecho, pecho”. Una vez –lo contaba él, no invento nada– un alumno de primera fila expelió un gas sonoro; vamos, que se tiró un pedo monumental delante del profesor. Cuando este lo miró, el alumno le dijo “Yo no he sido”, ante lo cual su profe le replicó: “¡pero hombre!”. Por fin el chico le admitió “es verdad, don José Julio. No lo he podido descabezar”. Al margen del genial hallazgo del “descabezamiento”, el gran logro había sido el de la admisión de la responsabilidad. “A lo hecho, pecho” decían a final de curso los alumnos cuando suspendían un examen por no estudiar, o se les castigaba sin recreo por haber pegado una colleja al compañero. Puede parecer chusco, pedestre, alicorto si se quiere, pero ojalá esto se consiguiera siempre en el proceso educativo, en la crianza de los hijos.
La culpa siempre es de los otros: de la sociedad, de los políticos, de la economía, de mis padres, de la redes sociales. Nunca de uno. Les mandas como única tarea para aprobar una asignatura la entrega de una redacción de dos páginas. Llega el día señalado y la mitad de la clase no la entrega. Te miran con cara de salmón estupefacto. Si les preguntas, balbucean: “es que… se me ha olvidado”. O “yo la entrego mañana” (como si fuera optativa la fecha), o “yo es que no sé qué poner”. Si suspendes a la mitad de la clase, los padres pedirán tutoría con el maestro, indignados por esa altísima exigencia estrafalaria: “¿cómo va a suspender mi hijo? Él ya le ha explicado que se le olvidó. Además, con la anterior maestra no había que entregar nada…”. El miedo al suspenso es un miedo vacío, a un número en una pantalla. Que no haya aprendido nada parece no importarle mucho a nadie. Al margen de esta imposible situación en que se ven atrapados los docentes, el problema sigue siendo la asunción de responsabilidad. Por eso, los deberes para casa –tan incómodos para los padres, tan denostados por los pedagogos– tienen la virtud de dejar un poco de campo de acción al individuo. Enfrentarse en soledad al repaso, a los ejercicios, puede dar la medida necesaria del desconocimiento de una materia. Puede poner al alumno frente a la necesidad de esforzarse. Y esto produce pavor. Si no aprendo, la culpa es del maestro, que no me motiva.
¿Qué tiene que ver todo esto con la frase de Jorge Freire? Principalmente, que ese trecho del que habla es un camino arduo, hecho de esfuerzo y de merecimientos. Cada vida es una Ilíada y una Odisea; y, si no, no es una vida vivida, sino sucedida. Voz pasiva en vez de voz activa. Espectador y no actor. Los deseos que nacen del corazón humano existen para ser satisfechos o, al menos, para dejarse la piel en ello. Nada que merezca la pena sucede porque le demos un like a algo, o encarguemos comida o compremos un objeto por una aplicación en el móvil. Los niños de los que hemos hablado, al menos muchos de ellos, están hechos a una vida inmediata, en que todo lo tienen a un dedo y a un paso, y no entienden –se les nota en las caras de estupor– que las cosas no suceden mágicamente y sin esfuerzo. Se frustran al comprobarlo. No están entrenados para escuchar un “no”. Y la vida es un rosarios de noes, que hay que saber vivir con deportividad.
Hace años, vi una pintada en un muro, que aún me inquieta: “No maltrates a tu hijo: dile que no”. No se construye una casa sobre arena, sino sobre tierra firme. Y eso requiere, como dice Freire, un largo trecho. Pues la realidad no es como nosotros queremos, digan lo que digan los gurús de la autoayuda y su filosofía basura, sino como es.
Y, por cierto –se lo digo aquí como un secreto, en voz baja–, es muy hermosa.
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