La tribuna
La guerra de las portañuelas
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En 1996, Felipe González, tras perder las elecciones frente al PP de Aznar, renunció a repetir como secretario general del PSOE. El nuevo PSOE que a partir de 1974 abanderaron Felipe y Alfonso Guerra junto con una nueva generación de dirigentes socialistas comenzó a declinar y caminar hacia posiciones que poco a poco han generando desconfianza en parte del electorado español.
Ese PSOE, a partir de 1979, defendió con seguridad su proyecto democrático y fue generando confianza en amplias capas de trabajadores de toda clase y condición, en profesionales liberales, en pequeños y medianos empresarios, en pensionistas, en agricultores, etc., y en amplios sectores del mundo de la cultura que apostaron por un proyecto de izquierdas razonable, creíble y posible. El abandono del marxismo supuso establecer una clara frontera entre el comunismo y la socialdemocracia.
Hoy, veinticinco años después, todo se ha ido tornando y pareciera que la tradicional división y la insalvable distancia entre ser comunista (ya sea de IU o del PCE o de Podemos) y ser socialdemócrata se diluye y se funden y confunden.
Fue en 1996 cuando el sustituto de Felipe González, Joaquín Almunia, en un triple salto mortal, defendió una política de frente de izquierdas con el PCE-IU de Frutos, y comenzó a confundir al votante y simpatizante socialista que castigaron ese transformismo con una sonada derrota electoral en la elecciones generales del año 2000. No solo no se consiguió ganarle al PP sino que se inició el periodo de disolución de las diferencias genéticas entre socialdemócratas y comunistas.
Posteriormente, Josep Borrell, ganador de las nefastas primeras primarias, acentuó esa deriva que alejaba al PSOE de su proyecto claramente socialdemócrata.
Ese efecto disolvente de los programas socialdemócratas -"la bajada de impuestos es una política de izquierdas" dijo Zapatero-, llevó a este militante casi desconocido a ganarle el Congreso Federal a una socialdemócrata como Matilde Fernández y a José Bono y Rosa Díez, y llegar a la Secretaría General del PSOE.
La torpeza de Aznar ante el brutal y criminal atentado del fundamentalismo islámico unos días antes de la elecciones generales de 2004, y su afán de colgarle el asesinato de más de cien ciudadanos a la banda ETA, hicieron posible que Zapatero -que cada día más demuestra su alejamiento de la socialdemocracia con su acercamiento al régimen autoritario de Maduro- llegara a la presidencia del Gobierno de España. Antes de la crisis económica de 2008, Zapatero apostó por una política asistencial-populista que en nada casaba con la socialdemocracia, sin negarle su vena radical en cuanto la ampliación de determinados derechos ciudadanos.
Todo pareció reconducirse hacia la socialdemocracia en la etapa de Alfredo Pérez Rubalcaba, que había bebido, desde el Gobierno, en las fuentes felipistas. El mal resultado electoral en las elecciones europeas de 2014 desinfló su ánimo y condujo al partido socialista a un sistema de elección primaria que fue la mejor manera de dividir al partido y de fabricar una dirección nucleada alrededor del líder que solo se debe a los militantes que lo eligieron.
Estos son los antecedentes del proceso histórico que, iniciado en 1996, posibilitó que Pedro Sánchez resultara elegido mayoritariamente por la militancia del PSOE. Frente a Eduardo Madina, o frente a Susana Díaz, Sánchez se presentaba como el adalid de la lucha contra el "odioso" aparato de Ferraz. Su máxima de democracia asamblearia encajaba bien en una militancia necesitaba de emociones fuertes.
Toda esa evolución está llevando al PSOE a un lugar que comienza a ser irrelevante en algunas comunidades autónomas. Las elecciones madrileñas no pueden entenderse como la canción de los años 30 del siglo pasado que decía: "Sin novedad señora baronesa. Sin novedad, sin novedad. Solo pasó que anoche cayó un rayo, y de su casa hizo un solar". Ha sido un aviso contundente que pone de manifiesto que los madrileños no votaron a favor de Ayuso sino en contra de un PSOE que mantiene una coalición de gobierno y de apoyos a ese gobierno que avala la dirección errónea que va tomando un partido que cada vez más se entremezcla entre el populismo de Podemos y el nacionalismo de los independentistas catalanes.
El candidato Gabilondo, en dos años, no tuvo tiempo de hacerlo ni bien ni mal. Ayuso, tampoco ha tenido tiempo de hacer algo tan fantástico que arrastrara a las masas ni tan malo que esas masas la repudiaran como gobernante. La palabra fascismo, en boca de Gabilondo, sonaba tan falsa como la de libertad, en boca de Ayuso. Los electores no votaron contra Gabilondo ni a favor de Ayuso. Votaron contra un PSOE que es sombra de lo que fue. Y quienes fuimos felices militando en él, tenemos la obligación, por lealtad al partido centenario, de exteriorizar nuestra preocupación para que España no se quede sin una alternativa socialdemócrata que garantice la continuidad del Estado constitucional que nos dimos los españoles en 1978.
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