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La Navidad es un misterio profundo y asombroso. Cada año, conmociona la conciencia de los cristianos. Su lógica desafía uno de los fundamentos de la filosofía liberal moderna: la noción de individuo autónomo. La idea de la autonomía se remonta a las teorías de John Locke, quien desarrolla el concepto de persona basado en su independencia y autoconciencia. Según esta visión, cada individuo es dueño de su personalidad y, aunque Locke reconoce que los seres humanos deben su existencia a Dios, no admite la autoridad divina sobre los actos y decisiones de la propia vida. Define a la persona a través de sus capacidades racionales, que se desarrollan mediante la autoconciencia. Así, el “yo”, como producto de la autorreflexión, se convierte en propietario de sus propias acciones. Esta concepción, que celebra el individualismo y la autonomía de la personalidad, se opone al sentido del Adviento y la Navidad, que invitan a integrar la vulnerabilidad y el cuidado en la experiencia humana.
En contraste, para el filósofo contemporáneo Charles Taylor, el “yo” toma su identidad del entorno moral. Su perspectiva subraya que es imposible abstraerse del plexo de relaciones a la hora de formular un sentido de identidad. En este sentido, la neurociencia del desarrollo parece alinearse con su tesis. Desde el momento del nacimiento, el cerebro humano comienza a modelarse con el ejemplo de los padres. De manera que las capacidades cognitivas y afectivas no son inherentes sólo al individuo, para que surjan requieren del concurso activo de los vínculos con los demás; es decir, el “yo” se construye en una constante interacción con los otros. Ya desde las primeras etapas de desarrollo, el cerebro humano se remodela en respuesta a esas interacciones afectivas. La neurociencia ha revelado que los sistemas hormonales de dopamina y oxitocina fomentan el apego y la conexión emocional desde los primeros momentos de vida, y atribuye al vínculo maternal un papel decisivo en el desarrollo temprano. Esta idea conecta con una gran parte del sentido de la Navidad.
El desarrollo neurológico inicial depende de la calidad de las experiencias con el entorno cercano, singularmente de las señales que ofrecen los padres. La sincronía entre los ritmos biológicos de la madre y el hijo –como el latido del corazón o la regulación del estrés– es esencial en la formación de los circuitos neuronales del niño. Esta relación, que en gran medida configura la respuesta a los estímulos sociales, da testimonio de la necesidad de atención y afecto de cara al desarrollo y al florecer humanos. Su ausencia o perturbación en las fases incipientes de crecimiento resultan devastadoras para el futuro del niño. En la infancia, antes de que el “yo” se forme como autoconciencia, el ejemplo de los padres constituye y moldea al niño. Esa influencia presubjetiva determina que perciba el mundo como amistoso u hostil, y crea en su corazón una confianza o desconfianza radical hacia la realidad. La falta de atención, la vulgaridad o el mal ejemplo son la peor herencia que puede recibir. Sobre el abandono infantil o la institucionalización, los estudios han demostrado incontables veces los efectos deletéreos de esa falta de afecto. La ausencia de contacto humano o de un tutor comprometido afecta no solo el desarrollo cognitivo y emocional, sino también la estructura cerebral. Los niños que pasan por experiencias de abuso o negligencias repetidas desarrollan problemas de salud física y mental, además de comportamientos de riesgo en la vida adulta.
La comprensión de la personalidad desde la perspectiva neurocientífica del desarrollo desafía la noción lockeana de la independencia individual. En su lugar, refuerza la idea de que el “yo” se construye a través de relaciones de amor. Este enfoque revela una verdad radical y relevante en un tiempo propicio para meditar sobre nuestra vulnerabilidad y dependencia. La Navidad, al celebrar el nacimiento de un Dios que elige encarnarse en un niño profundamente necesitado, evoca en su humildad la figura divina tributaria del amor y el cuidado de la madre. Esos momentos del año invitan a contemplar la realización humana en términos de afectos compartidos. En las relaciones significativas florece nuestra humanidad. Aquí, la neurociencia y la teología convergen para ofrecer una visión profunda y coherente de nuestra naturaleza. Ponen de relieve que los vínculos afectivos forman la savia que hace brotar el árbol de nuestra humanidad. Quienes fomentan conflictos no sólo transmiten una visión hostil del mundo, generan también división y oscurecen el poder transformador de las relaciones significativas, que tanto contribuyen a la plenitud de la vida humana. Se avecinan fechas para redescubrir lo que nos une y dejar atrás lo que separa.
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