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Se cumple un siglo del primer Manifiesto Surrealista, partida de nacimiento laica de aquel zarandeo estético y ético abanderado por André Breton. Para ser realmente una conmemoración surrealista, lo suyo sería celebrar el centenario a los noventa y nueve años; o, algo remolones, a los ciento uno. Pero no podemos pedir peras al olmo, y el racionalismo cartesiano procedente de la Ilustración y del mismo París, contra el cual el surrealismo se rebeló, se sigue imponiendo, de modo que recordamos aquel hecho justo cuando el calendario decimal lo impone. Resignémonos.
Que en 1924 fuera el bautizo no quiere decir que aquel movimiento surgiera del vacío. Ya en el milagrosamente literario 1922 el grupo de Breton, desgajado de Tristan Tzara y su Dadá, iniciaba su andadura, y ya este año comenzaron aquellas sesiones de escritura automática que lo caracterizarían. Pero 1924 fue el aldabonazo, y aquellos aires frescos paralelos a la vanguardia que venían haciendo labor de zapa desde hacía más de un lustro cristalizaron en una nueva forma de entender el arte y la literatura. Más allá de surrealismo plástico, la poesía cambió por completo, liberándose de sus encorsetamientos antiguos. Y de la mano de predecesores como Lautreamont y Apollinaire (acuñador de la palabra surréalisme, aunque aún sin el significado que tendría), este nuevo romanticismo prestó una renovada atención al erotismo y el cuerpo, al inconsciente y la magia.
En España, el surrealismo poético fue andaluz, de ahí que podamos calificar a estos poetas, sin violentar la palabra, de “sur-realistas”. Málaga y Sevilla se llevaron la palma y tomaron la delantera a esa cumbre del surrealismo lírico en nuestro idioma que es Residencia en la tierra (1935) de Pablo Neruda. Aquí, o trasladados algunos a Madrid, estuvieron emitiendo en esa onda, con resultados admirables, José María Hinojosa (pionero de todos ellos, que había pasado por París en 1925), Emilio Prados, Luis Cernuda y Vicente Aleixandre, más el gaditano de El Puerto de Santa María Rafael Alberti en Sobre los ángeles. Mucho de lo mejor del 27, como se ve, al que habría que añadir al granadino Federico García Lorca, cuyo Poeta en Nueva York fue escrito en 1929-1930 pero publicado ya póstumamente. También el malagueño José Moreno Villa, mayor que estos poetas, incurrió brevemente en el surrealismo en Jacinta la pelirroja y las tres colecciones de Carambas.
Todos ellos escribieron, si no escritura automática, versos libres en la línea de la libertad preconizada por el surrealismo, y versículos de aún mayor aliento liberador de formas y formalidades. Pero como dijo Cernuda, el surrealismo era, mucho más que un estilo literario, una forma de vida. Y a ella se aplicaron durante la ventolera que terminó antes de 1936 (el huracán que vino después no fue propicio al surrealismo y, aunque alucinante e inverosímil, tuvo más que ver con un realismo sucio y salvaje, ahogado en sangre).
Cernuda, Lorca y Aleixandre se reunían en el domicilio madrileño de este último, al que el primero llevó algunas veces a Moreno Villa. Y hubo el proyecto de lanzar una revista inspirada por el surrealismo para la que contemplaron varios nombres, uno de ellos El Libertinaje (que era título de un libro de Louis Aragon del que también este año se cumple el centenario). Esta facción surrealista estuvo a punto de no figurar, por voluntad propia, en la famosa Antología de Gerardo Diego, pero al final el único que quiso descolgarse del libro fue Prados (Cernuda y Aleixandre lo dejaron solo).
Cernuda no llegó a ver nunca una gran calidad en las obras poéticas del surrealismo francés (él prefería emplear el término superrealismo), lastradas por ese automatismo reñido con el verso cuidado del que sí hizo buen uso Aleixandre (y él mismo, que, aunque asegura no haber corregido sus dos libros surrealistas, Un río, un amor y Los placeres prohibidos, originalmente sin puntuación, en ellos pesa para bien su oído cultivado, que cristaliza en versos no divorciados de la prosodia).
El surrealismo fue una intensa fiebre en el desarrollo de esos poetas, de la que salieron crecidos. En España se dio también un grupo canario y figuras aisladas como J. V. Foix en Cataluña. En las posguerras (civil y segunda mundial) volvió a haber cierta eclosión surrealista con el barcelonés Cirlot y el gaditano Carlos Edmundo de Ory, dos buenos amigos. El gran surrealista mexicano de esta segunda hora fue Octavio Paz, con sangre andaluza y amigo de Cernuda. Pero eso ya es otra historia.
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