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La tribuna
Eva Díaz Pérez
Una ucronía machadiana
La tribuna
Caía una luz de ceniza en el pueblecito francés de Collioure. Don Antonio Machado y su familia habían llegado hasta allí después de atravesar la frontera. Llevaban en el alma el dolor de la derrota y el cansancio en los hombros. Venían siguiendo el camino del exilio junto a miles de republicanos que tenían que abandonar España para salvar la vida. Hacía frío aquel febrero de 1939 y el viento se colaba por el vacío de los corazones.
Murió el poeta, incapaz de soportar la amargura. En el bolsillo del gabán su hermano José Machado encontró su último verso: “Estos días azules y este sol de la infancia”. En aquel pueblecito gris, frío y triste apareció quizás en algún momento una luz vibrante que le recordó el jardín de los limoneros del Palacio de Dueñas, donde había nacido. Antes de partir hacia el último viaje quedaba aquella Sevilla infantil “tan sevillana”, esa que se había quedado fuera del mapa y del calendario.
El poeta yace allí en una tumba en Collioure, junto a su madre, doña Ana Ruiz, que murió sólo tres días más tarde. Aquella mujer que había conocido a Demófilo, el padre de los Machado, un día en el que unos delfines perdidos por las mareas habían subido por el Guadalquivir. Esa tarde de sol que el poeta había creído o soñado recordar alguna vez. La mujer buena que en el durísimo camino del destierro casi había perdido la razón y preguntaba cuándo llegaban a Sevilla.
Esa tumba que se convierte en camino de peregrinaje todos los 22 de febrero, día en el que murió don Antonio. Un lugar que es un símbolo del exilio que se llena de flores, mensajes y banderas republicanas.
Sin embargo, hay una historia poco conocida. La historia de la segunda vida de Antonio Machado, la vida que pudo haber sido. Pocos días después del fallecimiento del poeta llegó una carta del hispanista inglés John Brande Trend en la que ofrecía a Machado un puesto para trabajar como lector en el Departamento de Español en Cambridge. Lo contó su hermano José Machado en el hermoso libro de recuerdos Últimas soledades del poeta Antonio Machado.
Y es aquí donde comienza la historia de una ucronía, la de imaginar la historia de lo que pudo haber ocurrido, pero no sucedió. Una posibilidad histórica que también podría haberse planteado al pensar en un Lorca que en vez de marcharse a Granada habría seguido el consejo de su amiga Margarita Xirgu para viajar a México donde triunfaban sus obras de teatro. O en un Miguel Hernández que habría cogido el barco hacia el exilio chileno gracias a su amigo Pablo Neruda. Nada de eso ocurrió, pero podría haber sucedido.
Quien fuera director de la Residencia de Estudiantes, el malagueño Alberto Jiménez Fraud, escribió un conmovedor libro de recuerdos desde su exilio en Inglaterra. Se titulaba Residentes y en él recreaba el tiempo perdido en el que todo era posible. Todo el hermoso mundo de aquella Residencia de Estudiantes durante la Edad de Plata de la cultura española, ese lugar en el que se criaron los jóvenes poetas de la Generación del 27.
En ese libro hay un artículo en el que recuerda a Antonio Machado, que también se alojó en la Residencia, y sobre el que propone la ucronía de una posible estancia de Machado en Cambridge gracias a la oferta del profesor J. B. Trend. “Muchas veces me he preguntado cuál hubiera sido la vida de Antonio Machado en Cambridge si la muerte no hubiera impedido una larga, serena y fructuosa estancia”, escribía.
Jiménez Fraud imaginaba la estancia inglesa del poeta sevillano y fabulaba con un Machado que se alojaba en el Colegio de Cristo (Christ’s College) y que se sentaba en el refectorio ante los enormes retratos de dos grandes colegiales: el poeta Milton y Darwin, el científico y naturalista al que su abuelo don Antonio Machado y Núñez había admirado tanto que se convirtió en uno de los grandes impulsores de su teoría de la evolución en España.
Qué hermosa ucronía pensar en un Machado vivo y dando clases en Inglaterra. ¿Qué habría escrito desde el exilio? Lo imaginamos recuperando su pasión por los paseos de ribera como había hecho en Soria con el Duero, en Baeza con el Guadalquivir o en Segovia con el Eresma y el Clamores. Caminaría pensativo por el río Clam resucitando otra vez a su poeta apócrifo más querido, Juan de Mairena. Y explicando a sus alumnos el ingenioso invento de la Máquina de Trovar. Pero nada de eso sucedió y tendremos que conformarnos con evocar de nuevo la tristísima historia de don Antonio Machado en su tumba de Collioure mientras intentamos guarecernos del frío de la vida en los días azules y en este sol de la infancia.
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