
La tribuna
Manuel Gregorio González
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La tribuna
Mario Vargas Llosa escribía con la verdad del tiempo dentro. Era pura literatura, como si todo lo que hizo estuviera dominado por un principio narrativo: hablaba en novela y escribía en metáfora. Como decía Gerardo Diego de Antonio Machado: “Hablaba en verso y vivía en poesía”.
Las sombras pasan y Vargas Llosa ya forma parte de la inmortalidad literaria. Lo fue mucho antes de morir. De hecho, a veces, sentía ese vértigo de la posteridad. Los recientes premios, los reconocimientos con aire póstumo, las despedidas disimuladas, los comentarios sobre las apariciones de última hora tenían todo ese aire de sombra de lo postrero. Y, sin embargo, qué felicidad para Vargas Llosa haber sido consciente de ese mágico momento de inmortalidad.
Es el grande de nuestras letras. El escritor que da vuelo al español con una potencialidad nueva. Las mariposas del lenguaje estallan felices y libres en sus páginas. Tenía Vargas Llosa el estilo nuevo, acerado y limpio de un uso brillante del idioma, pero también lo tenía a la hora de articularlo narrativamente. Es ese castellano capaz de devorar el estilo de Faulkner y de Kafka y al mismo tiempo de asimilar toda la tradición literaria española y americana. Un escritor que incorpora lo luminoso de la modernidad.
En la hora de su muerte todos quieren reivindicar a Vargas Llosa. Yo lo hago como sincera y devota lectora, pero también quiero subrayar sus querencias meridionales. Porque hay un Vargas Llosa del Sur, un escritor que se identifica con Andalucía.
Abril sigue siendo el mes más cruel, como escribió Eliot. Estamos en Semana Santa y el tiempo permanece suspendido. Qué curioso que Vargas Llosa haya muerto en Semana Santa, como lo hizo su íntimo y admirado enemigo, Gabriel García Márquez. Gabo murió el 19 de abril de 2014, una Madrugá que lo situaba en el tránsito de las almas felices y trascendentes.
García Márquez fue amigo de Vargas Llosa y también cómplice en las genialidades del boom hispanoamericano, pero también fue su rival. Ahí está esa mítica escena del misterioso puñetazo, del pugilismo nunca aclarado que ambos protagonizaron en México en 1976. Entraron en la intrahistoria literaria de afilados momentos de puñal y daga del Siglo de Oro y en la galería de míticos duelos literarios del siglo XIX. Una escena que ya es leyenda porque ellos así lo quisieron, sin aclarar los verdaderos motivos de esa violencia lírica y asombrosa.
La Semana Santa en la que murieron nuestros grandes escritores es un momento de fiesta y exceso, de ascetismo e hipérbole. En el momento de la muerte de Vargas Llosa es Semana Santa y en algunos balcones de nuestras ciudades asoman arcángeles como arcabuceros de un barroco colonial. ¿Cómo lo avisamos de que ya está en el otro lado del mundo?
Hay otro abril sobrenatural en el que Vargas Llosa se unió con los destinos del Sur. El 23 de abril –día del libro– de 2000 dio el pregón taurino de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. El cartel de ese año era una imagen de Guillermo Pérez Villalta mostrando el redondel del coso taurino que, a causa de ordenaciones urbanísticas, es un círculo imperfecto.
En aquel pregón Vargas Llosa escribió una carta de confesiones meridionales, un amor andaluz definitivo. Comienza diciendo que su olfato histórico le hace regresar a los orígenes, “a la casa solar” donde desvela una nostalgia de la remota Andalucía. Y contaba que la primera vez que visitó Sevilla fue en sus años de estudiante en 1959 para descubrir los secretos de la ciudad donde comenzó y se fue forjando la historia de Hispanoamérica. Había venido en vagones de tercera como su admirado Antonio Machado.
Sintió que Sevilla era como una “Arequipa agigantada” y que había visto multiplicada la imagen del convento de Santa Catalina de su ciudad natal. En ese convento está el alma de Andalucía, la luz blanquísima de la cal, los patios de silencio. Y él lo reconoció al instante. “He experimentado esa sobrecogedora y fantástica impresión de estar retomando a mi infancia, la edad de oro, las gentes queridas entre las que viví cuando era inocente y feliz”.
Vargas Llosa reconocía en Andalucía las casas que abrían las puertas al fresco de la tarde, la gente que se santiguaba en la hornacina de la Virgen, “como la abuelita Carmen, que era tan devota” o el abuelo Pedro que dormía “la siesta en su acompasada mecedora”.
Decía de Sevilla que era muchas ciudades a la vez y al mismo tiempo un espejismo. Un lugar que, como ocurría en las páginas de sus novelas, todo estaba al borde de lo real maravilloso. Un lugar siempre a punto de estallar, a punto de hacer boom.
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