La tribuna
Ignacio F. Garmendia
El mundo oscuro
La tribuna
Nada más bello que la verdad, y solo lo verdadero puede amarse”, decía Nicolas Boileau, aquel influyente preceptista francés del siglo diecisiete que defendió a ultranza el racionalismo horaciano en la literatura. No corren buenos tiempos para la razón ni para la verdad en nuestros días, claramente bastante más inclinados a la celebración de los fervores viscerales y el delirio irracional. En un mundo parcheado de realidades virtuales (ese ilimitado paraíso de la irresponsabilidad y la cobardía) e inteligencia artificial (probablemente la única capaz de fascinar a la idiotez sin despertar su encono), la verdad parece haberse convertido en una molestia que demasiadas veces preferimos ignorar o, como mucho, tratar con distante y recelosa indiferencia por si nos estropea inoportunamente alguna convicción o nos obliga a cambiar una coma del discurso propio o ajeno que tan bien nos hemos aprendido de memoria. Se ha impuesto un voluntarismo acomodaticio y cínico que nos impulsa justo en el sentido opuesto al de la verdad objetiva. Aplaudimos entusiastas cualquier aserto complaciente con lo que queremos pensar u oír, codiciamos toda apariencia que sacie nuestra necesidad de ver confirmados los prejuicios o tomamos decisiones basándonos en premisas de autoengaño que se derrumbarían al primer roce con la realidad si la dejáramos acercarse demasiado.
Para no dar a la verdad tiempo ni ocasión de desmentirnos, nos refugiamos permanentemente en el corto plazo y huimos de ella en un vivir en un presente atiborrado de entretenimiento y banalidad, reservas no reembolsables, compras anticipadas y billetes low cost con destino a cualquier parte con tal que esté al alcance de nuestra tarjeta de crédito y nos permita cambiar un par de días el escenario de nuestro tedio o nuestras frustraciones más hondas. Quizá toda la terca realidad que ignoramos, mientras tanto, esté urdiendo contra nosotros su venganza. Pero quién va a ponerse a pensar en la realidad (pensar, esa pasión inútil para algunos y tan peligrosamente inconveniente para otros, encantados siempre de hacerlo por nosotros) ante una oferta de ficciones tan copiosa y diversa a nuestro alrededor y mientras todo nos invita a regodearnos en este ruidoso y masificado teatro del mundo del siglo veintiuno.
La verdad es la antipática presencia que irrumpe sin invitación en la escenografía de unas vidas que nos encanta exhibir a la menor oportunidad como modelos de virtud, prosperidad y cumbre de toda buena fortuna. Una exhibición en la que consumimos nuestra energía y nuestros recursos dejándonos llevar por el azar de la corriente o los caminos del algoritmo, creyendo vivir mejor y más intensamente aferrados a esa fantasmagoría posteable que llamamos el momento, pero olvidando que amar la vida y vivirla sin ser esclavos del tiempo y de la muerte consiste sobre todo en saber amar el futuro y su horizonte incierto de miedos y esperanzas como materia al menos en parte moldeable por la propia determinación. Muchos lo llamarán felicidad, pero cabe preguntarse qué clase de felicidad hay en vivir permanentemente en la falsa seguridad, en la falsa solidez, contemplando trampantojos y escenificando ilusiones que al confundirse con la realidad nos arrebatan la autenticidad de quienes somos y de nuestros verdaderos vínculos con los otros para dejarnos más solos, indefensos, aislados y vacíos entre la multitud. Porque solo se puede amar sinceramente a alguien conociendo su verdad sin máscara, abriendo puertas en esos muros de apariencia que levantamos a nuestro alrededor para convivir como perfectos desconocidos entre perfectos desconocidos bajo el techo asfixiante de la hipocresía.
La intimidad, ese bastión de la dignidad del individuo que hoy tan poco se valora, es la condición necesaria para mostrar y amar esa verdad (con su inevitable cuota de debilidades y de errores, de imperfecciones e incoherencias, por supuesto). Y en una sociedad que se ha vuelto tan inauténtica como irrespetuosa con ella resulta cada vez más difícil recordar que ser amado es poder confiarla sin sufrir el abandono o el daño de aquellos en quienes decidimos depositarla; que no hay mayor muestra de verdadero afecto que el hecho de que alguien elija hacernos benévolos custodios de la suya; que el amor o la amistad solo son nombres dignos de algo capaz de encender en nosotros esta sencilla y luminosa certidumbre junto a alguien: “la verdad de quien soy vive a salvo a sus ojos”.
También te puede interesar
La tribuna
Ignacio F. Garmendia
El mundo oscuro
La tribuna
Solo lo verdadero
La tribuna
Javier González-Cotta
El Año II del ‘Trumpoceno’