Fallece el sacerdote Antonio Troya Magallanes, a los 96 años
En Puerto Real, donde era hijo adoptivo y donde fue párroco de las diferentes parroquias durante quince años (1970–1985) acompañado de un equipo de varios sacerdotes, ha fallecido a los 96 años Antonio Troya. Era uno de esos creyentes que, por la coherencia de sus ideas, de sus palabras, de sus actitudes y de sus comportamientos, se inscriben en la tradición más evangélica de la historia de la Iglesia. En las palabras pronunciadas en la entrega del título de Hijo Adoptivo dijo, pronunciando cada palabra con singular énfasis: “Yo amo a Jesús de Nazaret, soy su discípulo, y quien me ha dado a Jesús ha sido su Iglesia”. Después, en varias ocasiones, nos fue explicando sus esfuerzos por reducir la fe a su médula más íntima y despojar de las adherencias que, con el paso del tiempo, se habían ido acumulando.
A sus amigos, compañeros y feligreses nos llamaba la atención su obstinada fidelidad al fondo de los evangelios, y, sobre todo, su capacidad para armonizar, en una sorprendente síntesis vital, las dos sendas que, a veces, se presentan como paralelas o, incluso, como divergentes: la contemplación y la acción.Su reflexión le empujaba al compromiso y su sentido de la trascendencia proporcionaba consistencia a su sensibilidad social. Aunque era respetuoso con la tradición, la interpretaba desde las claves que le suministraba la perspectiva actual. Poseía una fina sensibilidad para captar los signos de los tiempos y las condiciones de los lugares en los que, con su voz, hacía resonar la Palabra del Evangelio. Era consciente de la época y del lugar en que vivía y de las luchas que libraban conciudadanos en las diarias batallas de la subsistencia, de la inmigración, del paro, de la droga y de la marginación.
Antonio Troya era uno de los exégetas que, a mi juicio, mejor han calado en el fondo de los mensajes evangélicos y uno de los que lo exponían con mayor sencillez y lo explicaban con mayor claridad. Gracias a la observación reflexiva de la realidad y a la lectura evangélica de los sucesos cotidianos, iluminaba sus actividades con una perspicaz lucidez y, al mismo tiempo, las impregnaba de un intenso realismo. Su austeridad personal o, en otras palabras, su pobreza evangélica -paradójicamente rica y enriquecedora-constituía una llamada a la conciencia moral y una interpelación para todos los que, ansiosamente, sólo luchan por acumular bienes materiales. Su manera sencilla de vivir esa radical renuncia, le proporcionaba una libertad y una credibilidad superiores a las que prestan las ínfulas presuntuosas y los títulos honoríficos. Era un servidor de sus hermanos que predicaba el perdón, la generosidad y la solidaridad.
Ha fallecido un hombre frágil de cuerpo y robusto de espíritu, modesto y compasivo, carente de afán de poder y de riquezas: un sacerdote en el que se concentraban los valores estrictamente cristianos. Que descanse en paz.
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