Una "excelente" persona a la que "había que querer por fuerza"
Algunas de las personas que conocieron a José Monje Cruz en su niñez y adolescencia, también ya de adulto, describen el lado más personal de este isleño "reservado" y "de pocas palabras"
San fernando/Manuel tiene la mirada triste. Los recuerdos le han hecho volver a una etapa feliz de su vida, a unos años en los que recorría La Isla de arriba abajo con su inseparable José. Le añora, porque con la muerte de José perdió la ilusión. Por ir a verlo cantar a Gandía, a Madrid, a Barcelona, a Alhaurín. A Manuel López Luque, el del Lunar, el amor por el toreo le unió a José Monje Cruz, Camarón, de muy niño. Y ni su ausencia desde hace un cuarto de siglo ha podido romper ese vínculo que ambos mantuvieron vivo, a pesar de la marcha del flamenco a Madrid, a otra vida, la que le consagró como un artista revolucionario, un referente en el cante, y que con el paso del tiempo le ha hecho merecedor de esas palabras que muchos repiten como un mantra: Hubo un antes y después de Camarón en el flamenco. "José es su columna vertebral".
Pero Manuel rebobina hasta mucho antes, para retornar con José (siempre se refiere a él con su nombre de pila) a La Medallona donde fingían torear; a las oficinas de Antonio Caraballo, apoderado de Felipe Romero; o a la carpintería de Juan Romero, que había hecho una pequeña placita de toros. "Antonio Caraballo le enseñó a leer y a escribir, porque José no iba mucho al colegio. Las cuentas eran otra cosa, pero con el tiempo aprendió", sonríe este amigo del alma con el que Camarón compartió vivencias en una etapa de niñez y adolescencia que acabaría pronto: no tenía ni 16 años cuando dejó su tierra para iniciar su aventura en el flamenco. Primero se fue con Felipe de los Reyes en una tournée que acabó en Málaga. Y de ahí tomó rumbo a Madrid para labrarse una carrera. "Mi marido le animaba a que se fuera, porque el futuro no estaba aquí. Le decía que en Madrid podía verlo más gente y ganarse la vida". Manuela Fontao, Lela, una de las actuales propietarias de la Venta de Vargas, también puede contar muchas cosas de Joselito, como lo llama en varias ocasiones, no en vano lo conocía desde que nació, del barrio de Las Callejuelas, donde vivían en calles paralelas: ella en Alsedo, él en la calle Carmen. "Tenía dos años y ya su hermano Luis le decía a mi hermano Paco: ¡No veas cómo canta! Y lo traía a mi casa para que mi madre lo escuchara".
Camarón se crió en un barrio muy familiar, donde las puertas nunca estaban cerradas y se hacía vida en la calle, "porque las madres nos echaban del patio de vecinos cuando estaban limpiando"; donde todo el mundo se animaba a cantar para las niñas que supieran bailar; donde disfrutaban las juergas flamencas. "En mi casa, en su casa", detalla Lela. Ese ambiente de júbilo, a pesar de los recursos escasos, hicieron que José fuera un chico alegre, que aprendía mucho y rápido del cante. Cantaban sus hermanos, su madre, Juana; pudo escuchar a la Perla de Cádiz... No impidió, sin embargo, que fueron un niño tímido, reservado, "con apenas seis o siete amigos", cuenta Manuel. "Salía a dar una vuelta con las niñas, mayores que él, y se escondía tras nosotras", expone Lela. La sensación al acercarse a la figura de Camarón, de hombre de pocas palabras, la refrendan quienes lo conocían.
"No era de hablar, era de cantar y todo el mundo se callaba". Aparecía en el escenario con esos andares que tenía, sin que le faltara un detalle, siempre bien vestido, "impecable", porque le gustaba. Y cantaba. "El silencio se hacía entre los presentes", describe sobre cómo se vivía esos momentos en la Venta. Como cuando hicieron en la Venta II el bautizo de su hijo Joselito, al que permitió entrar a todo el mundo, incluso los que no tuvieron suerte se acomodaron fuera, "para ver un gesto o escuchar su voz". Pero no cantó ese día.
Manuela recuerda a Rancapino (Alonso Núñez Núñez) siempre a su lado, pegaíto, el hombre que siempre le sacaba una sonrisa a Camarón; con el que se peleaba mucho, "sólo conmigo", asegura el cantaor chiclanero. No era un hombre brusco, "de bueno, tonto, más bien", a juicio de López Luque. Aunque lo mejor era no picarlo, porque aunque canino por fuera, por dentro era todo fuerza, un completo atleta. Con Rancapino era distinto, porque se buscaban y se reían. Se reían mucho. Alonso suelta una carcajada porque rememora cómo se metía Camarón con él cuando iban a La Línea, donde se quedaba con los flamenquitos. "Yo estaba enamorado de Curra, la hermana de la Chispa , y me decía: con lo feo que eres cómo se va a fijar en ti", vuelve a reírse mientras lo cuenta. Allí, en el sur de la provincia, disfrutaban; "íbamos a la tienda de regalos de un primo mío y terminábamos de fiesta".
Manuel habla de más amigos, los de Cádiz, que encontraban en el Burladero, de los Melu: el Bojiga, el Cubanito, Eugenio, Rebujín, Periquito el Melu... "Pasábamos las tardes con ellos, aunque antes habíamos ido por el Café Español donde estaba Aurelio Sellés. Después había que correr para coger el coche de las once de vuelta a La Isla". Era gente buena, bueno amigos los que José en esos tiempos tenía en Cádiz.
Cuando era La Isla la que recorrían de abajo a arriba buscaban a Capineti, que tocaba, pero se ganaba la vida en Bazán. José le pedía su guitarra y mientras el otro se lavaba, Camarón tocaba y tocaba mientras la afinaba. Nadie le había enseñado. Con 14 años dejaba la guitarra perfecta. Era, para el del Lunar, uno de los mejores, aunque nunca hiciera una falseta y siempre tocara acompañado sobre el escenario. "La guitarra le gustaba más que el cante", afirma convencido Rancapino. Su amor puede verse reflejado en las fotos que hay en la Venta, "tocándole a mi marido"; o en la cantidad de guitarras que forman parte de su legado material, al que hace referencia Lela. Quizás eso, además del talento de su garganta , le acercara a Paco de Lucía, "dos medias naranjas", "dos genios". Camarón sabía apreciar dónde había arte, "quienes tienen mucho arte lo ve de lejos", sentencia la mujer que fue vecina de Las Callejuelas de Joselito. Por eso, de vuelta a la música, escuchaba a Pavarotti, los Rolling o Elvis, desvela Manuel. "Decía: ¡Qué voz tiene este tío!". Un talento capaz de encontrarlo en otros. Un dios del flamenco, que reconocía a otros dioses, pero que no fue consciente "de hasta dónde iba a llegar" él mismo.
Quienes conocieron a José Monje Cruz antes de convertirse en una estrella, saben que era un hombre natural, sencillo, humilde, que tuvo que acostumbrarse, amoldarse, a lo que le estaba sucediendo. "No le gustaba viajar, le daba miedo el avión e iba encogío de los nervios", pone de ejemplo su compañero de sueños taurinos. Pero se hizo y viajó de gira por toda Europa, con Francia como sitio habitual, incluso a Brasil. Igual que pasó de un puñado de amigos a tener muchos, en todos los rincones. Nunca se olvidó de los cercanos. De mantener a su lado a Alonso, con el que compartió piso y vivencias en Madrid... De buscar a José y Lela en la Venta de Vargas... De pedir a su hermano que fuera en busca de Manuel y "ese día yo no trabajaba". "Cuando venía se acordaba de todos", insiste. Ya fueran dos días, tres, una semana o dos semanas.
Los recuerdos perdurarán ahí, en un rincón de la memoria, para ellos, como para otros compañeros de fatiga, amigos, familiares. Para toda la vida. Porque Camarón es difícil de olvidar. Por cómo cantaba, "un fenómeno". Por cómo era, "una excelente persona" a la que "había que querer por fuerza".
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