El Niño de Pepe Luis
Tribuna
Así llamaban los aficionados viejos, nostálgicos de su padre, el Sócrates de San Bernardo, a José Luis cuando en la década de los 70 del pasado siglo irrumpió como novillero. Añoraban a su padre y esperaban verlo reencarnado en él.
Para nosotros, los aficionados jóvenes, José Luis era algo más que el hijo de Pepe Luis, era el torero que nos descubrió el toreo clásico, el toreo natural, el toreo eterno.
Como toda su familia, era gran conocedor del toro y su comportamiento. Valiente, pues hay que ser muy valiente para torear como él lo hacía y con unas cualidades innatas para ser figura del toreo. Sus faenas llenas de naturalidad, armonía y temple, cuando estaba inspirado, eran de una belleza excepcional.
Se torea como se es, dijo Belmonte, y así fue en José Luis. Sencillo, discreto y tímido. No ambicionó ser figura del toreo y se contentó con dejar, esporádicamente, faenas memorables que perduran para siempre en la memoria de los aficionados.
Un toro de Torrealta y Jandilla en Madrid; un toro de Sampedro en Huelva –según él la mejor faena de su vida, y para muchos aficionados la mejor faena de sus vidas–; la postrera de Granada o la que realizó, una mañana de feria en Sevilla, a un toro manso de Gabriel Hernández, al que dio dos series de naturales que posiblemente sean las mejores que uno haya visto en su ya larga vida de aficionado.
Pero quizás donde mejor le vi fue una tarde de invierno en una venta sevillana. Entre cante y cante, con la emoción de la fiesta, nos pusimos como siempre a hablar de toros y, en un momento de arrebato, José Luis se levantó para, con una imaginaria muleta y ante un toro también imaginario, dar dos naturales rematados con uno de pecho que aún hoy parece no han terminado. Al concluir, todavía me siguen resonando sus palabras, se acercó y, en voz baja, me dijo: José así es el toreo. Y en vedad así lo es, así es como toreaba su padre, Chicuelo, los Bienvenida o el gran Pepín a los que tuve la dicha de ver gracias a José Luis y su muñeca de ensueño, una tarde fría de invierno en una venta sevillana.
Hombre discreto y cabal. Amigo de sus amigos, buen conocedor del campo y sus costumbres. Era feliz con las aficiones de la gente más sencilla: La garganta rota cantando por soleá de Paco Cruz, el cantar valiente de un macho en su jaula, la carrera limpia de una galga o el paseo solitario a caballo.
Ha muerto, tristemente, en la finca familiar del Canto, donde fue tan feliz y aprendió a torear de la mano de su padre, el gran Pepe Luis. Estoy seguro que al llegar al cielo, donde siempre van los hombres buenos, lo primero que habrá hecho es abrazar a su padre para, a continuación, pedirle a su Virgen del Refugio que suelte del matadero de su infancia la becerra más brava que ande por allí, para torearla como yo le vi aquella tarde de invierno en una venta sevillana y, al terminar, decirle a su padre: Así se torea, papá.
Descanse en paz, Torero, Maestro y Amigo.
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