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Siempre hay que dejar un lugar a la esperanza. Y si no, que le pregunten a los 160 hombres que aún conforman la expedición a las Molucas y que hoy, tras 99 días de una travesía penosa e interminable por el Océano Pacífico, han visto el final de su tormento. Ha sido el vigía de la Trinidad quien ha gritado la palabra mágica: “¡¡Tierra!! ¡¡¡Tierraaa!!” Y en pocos minutos la expedición que comanda Fernando de Magallanes ha pasado primero de la desesperación a la incredulidad y luego a una alegría total que se ha extendido desde la marinería hasta la oficialidad.
Y la fiesta no es para menos porque la flota suma 99 días de travesía por el Pacífico, a los que hay que sumar tres más desde que partieran de la Bahía de las Sardinas, en mitad del Estrecho de Magallanes. Es decir, tres meses y medio sin pisar tierra. Pero lo peor no ha sido eso sino la penuria que han tenido que padecer en las últimas semanas por culpa del hambre, la sed y el escorbuto. Todo ello ha dejado un balance desolador de una decena de muertos, muchos enfermos cuyas vidas penden de un hilo y una expedición que físicamente está muy, muy debilitada.
El descubrimiento de lo que parece ser un archipiélago ha supuesto un alivio para todos pero sobre todo para el propio Magallanes. Y es que el capitán general de la expedición estaba siendo, una vez más, muy criticado, aunque siempre a espaldas suyas. Y había motivos para ello, primero por el tiempo transcurrido en tomar tierra (él había calculado dos meses y han sido tres), luego por alejarse bruscamente de la costa americana cuando navegaba con rumbo norte, y finalmente por sobrepasar la línea del ecuador –donde se sabe que están las Molucas– para internarse en el Pacífico Norte. ¿Por qué ha hecho esto Magallanes? ¿Quiere dar un rodeo por el norte de estas islas antes de llegar a la Especiería? ¿Quiere aprovechar para evangelizar a más nativos, tal y como le pidió el emperador Carlos I al autorizar esta expedición? ¿O es que simplemente se ha perdido? Son muchas incógnitas que hoy ciertamente han pasado a un plano muy secundario porque lo que importa es comer y beber.
Lo que ha visto el vigía de la nao capitana de la flota de las Especias parecen ser dos islas muy cercanas. Magallanes ha dado orden de dirigirse a la más meridional donde, conforme se acercan, se atisban extensos arenales, mucha vegetación, una montaña que desde siempre ha sido sinónimo de ríos y agua potable y ensenadas de agua cristalina donde las naos pueden fondear sin riesgo alguno.
Y cuando estaban fondeando se ha producido un espectáculo imprevisto que ha dejado a los españoles boquiabiertos. De repente han surgido muchos nativos que a bordo de unas piraguas velocísimas provistas de una vela triangular han llegado hasta las tres naves españolas. Venían claramente en son de paz, porque no portaban armas y además estaban cargados de alimentos frescos que han cedido amablemente a unos tripulantes que se han lanzado de lleno a devorar las frutas y las verduras regaladas. Eso sí, en lo que es un concepto de comercio muy poco habitual, a cambio los indígenas han empezado a llevarse todo lo que han ido encontrando a bordo, si control y sin pedir permiso.
Lo que más les ha llamado la atención han sido los objetos de hierro, desconocidos para ellos, pero también se han apropiado de maromas, lonas, utensilios de cocina, etc. Los españoles ni siquiera han podido hacerles frente, de lo débiles que están. Pero todo ha cambiado cuando los indígenas se han interesado por el instrumental de navegación. Ahí se encendieron todas las alarmas y el propio Magallanes ha ordenado repeler esta invasión pacífica. A raíz de ahí ha habido empujones, algún que otro herido y disparos de arcabuces que han atemorizado a los nativos, que han huido a tierra.
Este recibimiento tan sui géneris ha dejado estupefacta a la flota española, que ya ha bautizado este lugar como la isla de los Ladrones. De momento Magallanes ha ordenado seguir fondeados pero multiplicando la vigilancia. Su idea inicial, si no hay conflicto con los aborígenes, es mandar cuanto antes una expedición a tierra para hacer acopio de alimentos frescos antes de retomar la travesía.
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