Diario de una gran hazaña | Epílogo
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Diario de una gran hazaña | Capítulo 29 (5 de octubre de 1520)
Llueves muchas preguntas sin respuestas muy al sur de la Patagonia: ¿Y si este mal tiempo no mejora jamás? ¿Y si la fuerza de estos vientos es duradera en este lugar tan recóndito del planeta? ¿Y si es imposible volver a echarnos a la mar? Las dudas, la intranquilidad y el nerviosismo van campando a sus anchas entre la marinería de la flota de las Especias. Y muchos de estos hombres, cada día más, van perdiendo su confianza en quien los lidera, Fernando de Magallanes. Y alguno suelta que quizás sería mejor volver a casa, enfilando rumbo hacia España en cuanto la climatología diera un mínimo respiro.
Magallanes sabe que una simple chispa puede prender de nuevo la llama de un motín, como el que vivió el 1 de abril y que dejó varios muertos. Creía que había logrado calmar los ánimos cuando, después de aquella revuelta, ordenó ejecutar a uno de sus capitanes sediciosos, degradó a otros oficiales, perdonó la vida a 40 marineros que habían sido condenados en primera instancia, y también cuando decretó el destierro del principal cabecilla, Juan de Cartagena, a quien abandonó a su suerte en un lugar inhóspito un poco más al norte de donde están. Pero las aguas no volvieron a su cauce.
Sin embargo, y aunque sabe de este nerviosismo creciente entre su tropa, Magallanes no piensa dar su brazo a torcer. Que su expedición apenas haya podido navegar dos días en los últimos seis meses no es para él un motivo convincente para ni tan siquiera plantearse la posibilidad de regresar a España. Eso supondría reconocer su fracaso y se niega a ello. Cuestión de orgullo.
Por ello, hoy, 5 de octubre de 1520, Magallanes tiene muy claro que las cuatro naos de su flota volverán a la mar cuando amainen algo los vientos, una cuestión que espera que sea más pronto que tarde. Y cuando eso suceda el rumbo estará muy claro: al sur, siempre al sur, hasta que se topen con ese paso marítimo al otro océano que él está convencido de que existe.
Para apaciguar los ánimos de la tropa el almirante portugués ha depositado una confianza ciega en los tres capitanes restantes. Dos de ellos sabe de sobra que no le van a fallar, más que nada porque Álvaro de Mezquita, el máximo responsable de la nao San Antonio, es primo suyo, mientras que el capitán de la Victoria, Duarte Barbosa, es su cuñado. La familia, siempre por delante, aunque estas designaciones causaran sorpresa y malestar en el resto de la oficialidad. Y del tercero en liza, Juan Serrano, también se fía. Si no, no le habría otorgado el mando de la Concepción pocos meses después del naufragio y hundimiento de la nave que capitaneaba antes, la Santiago.
Es en ellos en quien se sigue apoyando un Magallanes que hace poco contabilizaba una nueva baja en su expedición. Un lombardero condestable de nacionalidad alemana perdía la vida a causa de una enfermedad el pasado 29 de septiembre. Con él son ya cuatro las víctimas mortales registradas en los 40 días que la flota lleva confinada aquí, en Puerto Santa Cruz. La expedición, que queda ya por debajo de los 230 hombres, sigue esperando nerviosa una orden, una señal, algo. Pero nada llega.
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