Católicos

La Iglesia es una empresa milenaria con un futuro comprometido

A una frase que compendia los principios de una institución se la llama divisa. En el discreto Opus Dei, dicho aforismo es, entre otros, “Para servir, servir”, parecido al “Vale quien sirve” de los Boy Scouts. El lema canta una inspiración de tintes protestantes de la única prelatura personal de la Iglesia Católica, autonomía organizativa concedida por Juan Pablo II, estrella del devocionario de la Obra (tras su astro rey, San Josemaría Escrivá de Balaguer). Una organización ahora en el punto de mira del vigente presidente del Vaticano, el papa Francisco, a la sazón influencer del cosmos laico y de izquierdas. El luteranismo fue una vuelta de tuerca modernizante, histórica y económica del catolicismo –en esencia comunitario y sacerdotal– y hacia el individualismo, la conciencia y la prosperidad personal, ayudada por los hermanos de fe: eso que hoy llamamos networking y hacer lobby. “No dejes de adquirir todo el prestigio profesional posible, en servicio de Dios y de las almas. El Señor cuenta también con “esto” (Escrivá, Surco 491).

De pila Jorge Mario, el actual Papa opta más por la sencillez que por la santificación por el trabajo profesional o empresarial al elegir su nombre como vicario de Jesucristo en la Tierra: Francisco, por el santo de Asís, tenía el sobrenombre de il poverello. Aunque en puridad la austeridad también sea un principio del Opus, y así al menos lucen sus templos señeros, ajenos al barroco, lejos –cada vez menos: ahí está la gente– del expresionismo de la Semana Santa, rayana el culto de latría, hasta humanizar tanto a sus Cristos y Vírgenes como para rivalizar. El dicho “Aquello acabó como el rosario de la aurora” viene de una cofradía castellana, la del Rosario, que procesionaba al alba, y entre cuyos propios, quizá tibios de aguardiente –esa hora del día es lo que tiene– cundió el desacuerdo y, de ahí, la ofuscación y, por fin, la fraterna violencia. El extraordinario cuadro de Eugenio Lucas Velázquez en el Museo Carmen Thyssen-Bornesmisza de Málaga lo dice todo. Y es que la Iglesia, decía mi madre con paciencia y legendaria vis consejera, “son personas; tenemos defectos y pecamos”.

El lema de los jesuitas es AMDG, Ad mairoem Dei gloriam, “A mayor gloria de Dios”: no ostenta productividad. Esta orden no había lucido el solideo ni había calzado los zapatos rojos hasta el argentino Bergoglio, aunque a su Padre General se lo llama el Papa negro, no por el hermetismo operativo de la orden, sino por su discreción en el atuendo, y por su determinante influencia dentro de la obra mundial de la Iglesia. Los jesuitas son curas, no como los soldados del Opus Dei, llamados numerarios, esto es, seglares con voto de castidad, que viven en grupo en casas que no son conventos y que tienen obligación de apostolar o pescar afectos valiosos para la causa. Son los jesuitas cultos, misioneros y belicosos contra el poder cuartelario, aunque igual de independentistas que el Opus Dei, hoy un poder en decadencia, como lo es la Iglesia. No recuerdo el nombre de un obispo que declaraba, con estas u otras palabras, que “la Iglesia sí tiene futuro, pero con un rebaño mucho más pequeño”: back to basics, como reza el dicho anglosajón, de vuelta al origen. La Iglesia, tocada por la lacra de la pederastia, se encuentra en una encrucijada estratégica. Pierde afectos por pura demografía: los que profesan, son adultos y viejos; los jóvenes son reacios al culto y la oración, aunque hay reuniones ecuménicas, más simbólicas que otra cosa. En tiempos donde el AMDG muta a AMTG (la T es de Tecnología, y, bastante también, del Turismo vírico), puede que una vuelta a lo básico sea la solución. Dicho sea todo esto por un espectador, aunque concernido.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios