Tribuna

Antonio montero alcaide

Serenísima reina

Las disquisiciones sobre si es posible la existencia de la media naranja no son solo materia de rosáceas crónicas de prensa, sino un asunto que interesó a Platón

Serenísima reina

Serenísima reina / rosell

La singularidad histórica del rey Pedro I, siquiera sea por la contradictoria naturaleza de los dos títulos que recibió, Cruel y Justiciero, oscurece y desplaza el conocimiento de quien fue su concubina, primero, y reina de Castilla, después: María de Padilla, de la que el monarca no se apartó, escarceos y promiscuidad aparte, desde que la conoció y hasta el momento en que ella murió. Ciertamente, son escasas las referencias y estudios sobre doña María, si bien es de reciente aparición, en Almuzara, María de Padilla. Favorita del rey don Pedro y reina después de morir. Un acercamiento detenido a esta desconocida y particular reina de España permite, por eso, apreciar su decisiva influencia en la vida de don Pedro y el devenir de su reinado.

Las disquisiciones sobre si es posible la existencia de la media naranja no son solo materia de rosáceas crónicas de prensa, sino un asunto que interesó a Platón para considerarlo en el argumento de El Banquete, obra escrita algo más de tres siglos y medio a. de C. Así, los humanos, en su inicio, hubieron de tener formas redondas, con una sola cabeza, dos caras opuestas, cuatro orejas, dos órganos genitales y todo lo demás en la misma proporción. Vigorosos cuerpos que pretendieron subir con escaleras al cielo y enfrentarse a los dioses, por lo que Zeus resolvió aplicar un castigo severo: descomponerlos, separados en dos, para que vagaran pesarosos por el orbe, en busca de la mitad perdida. ¿Fue, entonces, María de Padilla, la media naranja de Pedro I?

En julio de 1361 debía de hacer calor cuando doña María murió, en Sevilla, “de su dolencia”. Una discreta forma con la que el cronista López de Ayala, coetáneo de María de Padilla, se refiere al fin de los días esta, tras nueve años de una alterada, pero continua, convivencia con el rey Pedro I. Tenía unos veinticinco años María de Padilla y, sigue el cronista, don Pedro mandó hacer en Sevilla, y en todos sus reinos, grandes llantos por ella. Dos insignes historiadores también dieron cuenta de esta muerte: Pablo Espinosa de los Monteros, en 1630, y Diego Ortiz de Zúñiga, en 1677. Apunta este último que el rey, ausente del Alcázar de Sevilla, donde María de Padilla murió, “la lloró con terneza, que solo ella logró en su indómita condición”. Enterrada fue en el palentino monasterio de Santa Clara de Astudillo, que ella fundó, y en 1362, un año después de su muerte, Pedro I reconoció, en unas Cortes celebradas en Sevilla, haberse casado en secreto con ella poco tiempo después de conocerla, seguramente en la primavera de 1352. Pronto nació la primera hija de los cuatro vástagos de esta relación: Beatriz, en Córdoba, el 23 de marzo de 1353. Proclamada fue, por ello, reina, doña María y herederos al trono sus hijos, como después reiteró don Pedro en su testamento, hecho también en Sevilla, el 18 de noviembre de 1362. La destrucción de los documentos que dejaban constancia del reinado de Pedro I, ordenada por el hermano bastardo que lo asesinó, Enrique, acaso sea la razón de no haber confirmación fidedigna de la celebración de estas Cortes, aunque sí se alude a ello en un privilegio, firmado por el rey el 8 de noviembre de 1362, donde se cita el envío de procuradores a las Cortes. Se resolvió en ellas, además, traer los restos de doña María al panteón de los reyes de Castilla de la iglesia mayor de Santa María, de Sevilla. Decisión que no pudo llevarse a término por la guerra entre Pedro I y su hermano bastardo Enrique.

Casi dos siglos después, por una orden general para que fueran reconocidos los sepulcros de las personas reales, los restos de doña María llegaron a Sevilla, en 1559, y se custodiaron en la antigua Capilla de los Reyes, hasta que, transcurridos veinte años, el 13 de junio de 1579, se colocaron en la nueva Capilla Real de la Catedral y María de Padilla recibió el título de “Serenísima Reina Doña María”, condición de sobra demostrada en sus años de convivencia con Pedro I. Un escribano público dejó fehaciente constancia de ello, aquella tarde del 13 de junio de 1579, cuando los restos de doña María se colocaron en una caja “que tenía una cubierta de terciopelo carmesí, con pasamanos de oro, con una cruz encima de tela de oro, y tachuelas, y aldabas de hierro doradas: y así abierta, se metieron dentro de ella los dichos huesos de la Serenísima Reina Doña María: y metidos, se cerró la dicha caja, y quedó cerrada”.

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