Crítica de Búho/Titzina Teatro

Teatro en El Puerto: Oscura luz de la memoria

Una imagen de la obra de teatro.

Una imagen de la obra de teatro.

Que levante la mano quien no tenga cerca a alguien que de manera súbita o paulatina no haya perdido la memoria de forma cruel e irreversible: angustiosamente dolorosa, en cualquier caso, sea al ritmo que sea. Los estudios sobre neurología hablan de una epidemia en las últimas décadas de padecimientos ligados a ese viaje sin retorno que supone un precipicio hacia la nada no solo para quienes lo sufren en carne propia, sino también, y en forma de vicaria impotencia, para los allegados que se hunden ante la evidencia de que quien una vez pudo avanzar, luchar y cuidar de sí mismo es ahora un cuerpo exánime, con los recuerdos anegados por el olvido, vulnerable y dependiente, y, a partir de esa hecatombe, desprovisto de la identidad que vertebró su existencia y que no es, ni más ni menos, que la suma de las vivencias de todo un camino puestas unas detrás de otras: somos porque fuimos y, sin conciencia de nuestro pasado, no es posible el sostenimiento del presente ni la edificación de ningún futuro.

Convertir ese angustioso bucle en arte, sublimar ese pozo negro hasta elevarlo a la categoría de producto estético compartible sin caer en lo lacrimógeno, lo melodramático o en la más censurable falacia patética es mérito de muy pocos y lo consiguen de lleno Titzina Teatro, el prestigioso grupo catalán que pasó el sábado 13 de abril por las tablas del portuense teatro Pedro Muñoz Seca en la segunda función de abono de su temporada primaveral para presentar 'Búho', que desde el año pasado gira por España acumulando críticas entusiastas. Y no es casualidad, porque el resultado es una propuesta sugerente, original, de vocación inmersiva, ahora que está tan de moda lo inmersivo, pero no en el sentido más celebrativo o leve del término, sino como experiencia capaz de atrapar al espectador desde el primer minuto del montaje para empujarlo sin condescendencia hasta las profundidades del útero ciego, sordo y claustrofóbico al que es arrastrado Pablo, un antropólogo forense en la mitad de su cuarentena tras sufrir un ictus. Acompañamos a Pablo en su particular investigación de “antropología personal”, como él mismo dice en un momento de la obra, y vamos conociéndolo a partir de sus averiadas evocaciones en escenas de linealidad discontinua, como no puede ser de otra forma, puestas en pie por el fabuloso trabajo actoral de Diego Lorca y Paco Merino, quienes firman una dramaturgia poderosa como poderoso es el esfuerzo físico que dota a Búho de una compacidad magistral y de un ritmo donde las acciones transitan cadenciosas, como flotando por el escenario tornado en cueva.

Y como dicen los títulos de crédito de algunas películas, este solvente proyecto no habría sido posible sin la dirección técnica de Albert Anglada ni el efectivo vestuario de Ona Grau. Y, por supuesto, sin la sencilla pero potente escenografía (menos es más) construida por Albert Ventura y La Forja del Vallés a partir del diseño de Rocío Peña, que no podríamos disfrutar sin la acertada iluminación de Jordi Thomás: todo se imbrica en un milagroso equilibrio. Enriquecen esta apuesta escenográfica las conmovedoras proyecciones de Joan Rodón, que renuevan este recurso, de moda hace veinte años y que acabó rompiéndose por agotamiento de tanto usarlo. Pero aquí no es, en absoluto, mero añadido, sino parte de un todo orgánico donde es también elemento nuclear el espacio sonoro ideado por Jonatan Bernabeu y Tomomi Kubo que tanto contribuyen a que el espectador se sienta envuelto en una desasosegante, pegajosa pesadilla de la que, sin embargo, muy pocos querrían despertar, tal es el abrasador magnetismo de esta luminosa caída a la más sombría desmemoria.

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