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Crítica de arte
La exposición del Colegio de Arquitectos es importante por sí misma. Es verdad que tiene muchas y significativas connotaciones pero, al margen de ellas, posee un valor artístico fundamental y fuera de toda duda. Pero vayamos por partes. Laure Lachéroy, francesa afincada en Cádiz, derrocha sabiduría plástica. Esta no es una afirmación baladí; sólo hay que ver la factura de sus obras. La autora tiene conciencia artística, poderío formal, lucidez estética, conocimiento del medio y magnitud creativa.
Argumentos todos para considerar una artista rigurosa, hacedora de una obra de contundencia, solidez e inequívocos gestos plásticos. Desde estos parámetros se pueden desarrollar muchas y buenas posiciones artísticas. Creo que todo esto es suficiente para adentrarnos por una obra a la que le sobran buenos planteamientos artísticos aunque, además, posea otras poderosas e ineludibles circunstancias. Pero, ante todo, partamos de la indiscutible realidad de que estamos ante un obra de absoluto valor plástico.
Y es que a la creación moderna le faltan muchos buenos desarrollos plásticos. Es más, hoy, con demasiada frecuencia, nos encontramos situaciones creativas formuladas sólo con un único elemento conformante: la idea. Lo demás, ni siquiera la realidad formal, es susceptible de ser tenido en cuenta. De esa manera tenemos una obra de fuerte sentido conceptual pero sin una absoluta manifestación plástica, imperando una supremacía total del contenido sobre el continente. O dicho abiertamente; la obra es la propia idea; sin más, no existiendo planteamiento físico alguno. Ello hace que el espectador sienta, como mínimo, un profundo desasosiego. ¿Sólo eso? Las consecuencias: total deserción hacia ese arte muy mal justificado. La obra de Laure Lachéroy está muy al margen de todo esto. Sitúa el proceso como poderoso punto de partida para, después, manifestar el consiguiente desarrollo conceptual. Es decir, se trata de una artista que trabaja profundamente la forma, que sabe de la realidad plástica que debe poseer cada situación, que es hacedora consciente de lo que es la pura creación y que, además, sabe cómo hacerlo. Desde ahí, se puede llegar, con sumo éxito artístico, a cualquier consideración significativa.
La autora, que es conocedora del oficio desde la cuna -nació en una familia de pintores y fotógrafos- estudiando Artes Plásticas e Historia del Arte, es una consumada ilustradora de obras literarias importantes, colaborando en muy significativas publicaciones. Esto la hacen portadora de un bagaje técnico de acusada materialidad, además de un conocimiento del medio donde desenvuelve su propia producción artística. Las obras que se presentan en la sede de los arquitectos de Cádiz, en una de las bellas casas señoriales de la plaza de Mina, mantienen en vilo un claro sistema procesual. Cada pieza se concibe como un todo continuo donde se van mezclando diversas situaciones plásticas a la búsqueda de una conformación que va creciendo y acentuando su carácter. Pintura, dibujo, caligrafía, líneas rotuladas, palabras, textos... se yuxtaponen creando un enigmático y laberíntico camino que descubre escenarios presentidos o lugares mediatos donde la realidad y la ficción diluyen sus fronteras. Las obras de Laure Lachéroy son abiertas circunstancias que portan entramados matéricos, que son puestos en escena para que desarrollen abiertas propuestas que dejen circular un universo de evocaciones.
Literatura, materia plástica, vida se funden en un paisaje de reales irrealidades por donde navega el barco sutil de la emoción, donde florece un jardín de episodios evocados, donde se materializa la búsqueda de un final de imposibles. Cada obra es un canto inacabado, un ejercicio de sutil plasticidad donde se amalgama una historia en permanente construcción. Por eso, cada pieza no tiene principio ni final, los espacios se abren y se cierran, se descubren y se pierden, permiten la insistencia, formulan estancias interminables. Así las obras de Laure Lachéroy son compactos episodios para verse por delante y por detrás, el espectador se abre camino visual por un esquema interminable de palabras, frases y episodios formales que transcriben horizontes envolventes.
La exposición se nos presenta acertadamente diseñada en un laberinto de obras que cuelgan para ser contempladas y poseídas desde fuera y desde dentro, por la cara y por la cruz de cada pieza. Es un ejercicio expositivo perfectamente acondicionado al carácter procesual de las piezas. El espectador se introduce en el dédalo de obras y queda envuelto por la espiritualidad de un trabajo ecléctico donde todo está distribuido para poder acercarse a esa especialísima “geografía del sueño”.
En Laure Lachéroy hemos descubierto a una artista total; una autora llena de serena lucidez; creadora de una obra abierta, poderosa, llena de gestualidad formal. Lo demás -compañera de Carlos Edmundo de Ory y presidenta de la Fundación que lleva el nombre del escritor del postismo- es un bello accidente.
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