Sumarísimos hipócritas

Emergen en las redes epidemiólogos o criminólogos con menos papeles que una liebre

El sistema operativo Windows nos abrió tantas ventanas al mundo y a la información como nunca hubiera un humano sospechado. El conocimiento que se nutría de la exploración de fuentes de datos y precedentes dejó de ser algo lineal y secuencial para convertirse en un prodigio polimórfico de búsquedas y hallazgos inmediatos. Pero la información no es de suyo conocimiento, y puede que el exceso de aquélla merme la verosimilitud de éste. Suele ser así: quien mucho abarca, poco aprieta; quien muchas ventanas tiene abiertas, poco verá con atención. El prodigio de internet nos ha convertido en más rápidos y más superficiales. Y más estresados, en el modo en el que el estrés ataca al adicto, que con el tiempo nunca tendrá hartura ni consuelo en su consumo; en nuestro caso, consumo de conectividad y de consulta frenética. De la mano pastora de la almadraba universal, ya somos humanos y máquinas con casi infinita capacidad de saber y relacionarnos (póngales usted las comillas si quiere). Casi hemos conseguido dominar el espacio y el tiempo. “La Física soy yo”… y mi conexión.

Una de las victorias pírricas –aquellas en las que el vencedor acaba destrozado– de la revolución tecnológica es que también está al servicio del delito y la iniquidad. Las estafas proliferan sin que Ley o Policía algunas puedan verdaderamente pararlas ni castigarlas. Es el nuevo Far West, con su oro y su horizonte infinito, con sus forajidos de leyenda –hackers de los malos– y sus revólveres hechos servidores. Hay otra deidad contemporánea que, aunque no sea siempre criminógena, apesta nuestra convivencia. Son los bulos que corren como la pólvora, falsedades que consumimos en nuestra esencia de zoon politikón. “Animal sociales”, según definió Aristóteles al humano, a quienes no importa que la interacción sea artificial e impersonal. Encima a cubierto, sin practicar la contención, bendito pilar de la armonía social. Nos llegamos a sentir amigos de personas que nunca hemos visto ni oído. Una de las perversiones de la formidable internet es el juicio permanente. A la postre y casi siempre, fóbico y sumario. Iremos a un ejemplo de la rabiosa actualidad (hoy sábado puede que ya no sea trending topic, los asuntos candentes se volatilizan enseguida).

La muerte por electrocución en una estación ferroviaria en Sevilla del joven cordobés Álvaro Prieto debe mover a la consternación igual que la de cualquier persona en la flor de la vida. Una fatalidad. Muchos fakes morbosos han circulado hasta que se ha sabido qué paso. No se ha hablado –y maliciado y juzgado– de otra cosa; mucho más que de los miles de muertos habidos y por venir con la reedición de la guerra de civilizaciones tras los ataques de Hamas y la respuesta de Israel, y no digamos de los de la otra guerra enquistada en las puertas orientales de Europa. Sin mesura ni respeto se ha hablado de la muerte de un chaval cuya desaparición y ausencia sólo sufren sus familiares; la compasión verdadera es rara avis. Hemos asistido a otra trivialización de las desgracias por vía de esas mismas redes y deleznables magacines: la condena en plaza pública de empleados de Renfe (empresa que atiende a 1.500.000 de viajeros diariamente; por tanto, obligada a observar sus procedimientos), por boca de gente que reclamaba “empatía”. ¿La tendrán ellos en su cotidianidad? Más desesperanzador es ver cómo algunos jueces y criminólogos de bazar han visto un Pisuerga pasar por el Valladolid de sus fobias políticas, y leerlos enumerar contras a una centenaria empresa pública. Pestilente palanca, la de una muerte. Como usuario habitual entre millones, envío reconocimiento y deseo larga vida a la Renfe. El apedreo de ocasión a tiro de enter se lo dejamos a otros.

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