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Los gestos eternos de la vida misma

Crítica de arte

La muestra en la Sala Rivadavia de Cádiz nos sitúa en el mejor Pepe Baena; en la mágica realidad de lo que existe en la intimidad, los hermanos jugando, los niños saltando, peleándose...

Los pinceles de Pepe Baena

Ganador del premio Antonio López

Dos de las obras que Pepe Baena expone en la Sala Rivadavia de Cádiz.

Hoy el nombre de Pepe Baena constituye todo un referente en la pintura que se hace en la provincia de Cádiz -yo, incluso, me atrevería a decir que también para otras muchas partes de España-. Lo es para casi todos. En ese ‘casi’ están los desinformados, los equivocados, los maledicientes y los envidiosos, que en el mundo del arte los hay a puñaditos, sin querer comprender tan aplastante realidad y no admitiendo la rápida ascensión de un joven que, en poco tiempo, ha conseguido convencer con un trabajo distinto, personal y lleno de entusiasmo; un trabajo que, ya, muchos intentan imitar con poco éxito. Y es que la pintura de Pepe Baena es diferente; se encuentra inmersa en un relato de mínimos donde lo más cercano, lo más íntimo, hasta lo que pasa desapercibido para las miradas de los demás o que, incluso, no es válido para los criterios ‘sabios’ y elitistas de muchos, es elevada a una máxima categoría representativa. Pepe Baena ha sabido encontrar ese lado de la realidad donde suceden muchas felices cosas que son de una carga festiva, ilustradora de una posición muy cercana donde se cuece una existencia gozosa, íntima y particularmente atractiva.

A Pepe Baena lo hemos visto en muchas situaciones estéticas, siempre, bien configuradas; con esa carga de jocosa realidad que desprende cualquiera de sus acciones. Nos ha convencido con sus pescados de la Bahía; con sus paisajes, con la visión de ese Cádiz tan especial que él descubre para positivarlo sin reveses, con la fuerza que desprende todo lo que es de Cádiz; lo ha hecho con sus retratos; esas poderosísimas imágenes que trascienden lo más particular de cada uno; lo ha hecho con las escenas del Carnaval, tan metido en sus venas; ha pintado esas magníficas ‘naturalezas muertas’, tan vivas, chorreantes de Colacao, y protagonizadas por los jugosos -nunca mejor dicho- y entrañables dulces infantiles -el tigretón, la pantera rosa, las figuritas Draggon- o las tortas Inés Rosales y los paquetes de galletas María por la mitad y el plástico arrugado. Pero, quizás, donde la genialidad de Pepe Baena llega a su punto más alto sea con las escenas en las que aparece su entorno familiar más inmediato, una acertadísima suerte figurativa donde todo queda supeditado a ese segmento existencial tan próximo al artista, sus hijos Pepito, Mateo y Sarita; sus juegos; las estancias donde todo transcurre, la cocina con la sempiterna presencia de la bisnona, la salita con el aparador blanco y el paraguas colgado del filo, las sillas azules, el sofá estampado; magnífica realidad que es tan real como la vida misma.

Y ‘la vida misma’ es el título de la exposición que tiene lugar en la Sala Rivadavia. Una muestra a lo Pepe Baena, resuelta y resolutiva; sencilla y tremendamente difícil; viva con la fuerza de lo más íntimo; especial en todos los sentidos; sugerente, festiva, inequívoca; clásica y transgresora; en definitiva, real, sin aditamentos extraños, sacando de los límites de lo cotidiano todo lo que allí se encuentra. No hay nada más, mostrar lo que existe en la intimidad de una casa; sus perfiles existenciales, lo que es natural, sencillo, admirable, diario. Es la pintura absoluta de Pepe Baena, esa que lo define, que lo hace grande como pintor, como artista en expansión abierta y sin resquicios para la duda.

La muestra en la Sala Rivadavia nos sitúa en el mejor Pepe Baena; en la mágica realidad de lo que existe en la intimidad, los hermanos jugando, los niños saltando, peleándose, asustándose con los dragones de juguete, la siesta silente con los ecos, todavía, del irrefrenable alboroto, el ‘cumple’ de los amiguitos; Pepito, Mateo y Sarita posando sin posar, mostrándose, siendo ellos. Una visión impactante de lo real, de lo sencillo, de lo cotidiano; la esencia de la vida misma, el discurrir pausado de lo que se vive intensamente. Escenas sin vuelta de hoja, sin imposturas, sin efectismos, con lo real mostrándose sin imposiciones, sin gestos vacuos ni afeites desvirtuantes. Lo que es sin más. Esa pintura de Pepe Baena a lo Pepe Baena.

En estos momentos en los que el arte está demasiado impregnado de conceptualismos difíciles de digerir; cuando existen infinidad de equivocados que creen que la expresión artística debe estar cargada de registros elitistas -tantas veces incomprensibles-, una pintura cercana, juiciosa, sentida y bien acondicionada en fondo y forma quita muchas desesperanzas y ofrece sensatez y sabiduría. Pepe Baena lo sabe hacer como nadie; transmite la sabia visión de lo que testifica una realidad sin matices; en estado puro. Lo hace llevando lo más cotidiano a la más alta significación estética. Y lo hace sin forzados argumentos, con la claridad de lo que está ahí y, quizás, no sabemos ver o no se le quiere dar la consideración que, en verdad, tiene. Pepe Baena sabe transmitir lo que existe a nuestro alrededor, los gestos amables de la vida misma.

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